sábado, 20 de diciembre de 2014

Chupasangre

Hace mucho tiempo que pienso que soy un vampiro. Pero no se lo he contado a nadie nunca, porque todo es más divertido cuando se guarda en secreto.
                Al hecho de que la luz del sol o incluso la de los faros de los coches me molesta tanto que me obliga a ir con gafas de sol tanto de día como de noche, se le suman ciertos detalles de mi vida diaria que me hace pensar que soy un espíritu del mal. Un no muerto. Un chupasangre. Un jodido vampiro.
                Hace unas semanas, pasando el día en la playa con Paloma, mientras esta me practicaba una felación sumergida en el agua, empecé a notar cómo mi piel comenzaba a calentarse hasta el punto de salirme un liviano humo grisáceo de los hombros y tener que pedir a Paloma que parase y salir a ponerme bajo una sombrilla hecha con hojas de palmera. Me pasé el día oliendo a costillas a la barbacoa.
                Hará un par de fines de semana, en una fiesta de cumpleaños de una chica que se llama Fátima, una modelo me estaba dando el coñazo contándome que tiene un grupo de música de chicas y que han tocado junto a The Strokes  en un festival de invierno y yo, con una mano apoyada en la pared y sujetando un margarita con la otra y la cabeza mirando al suelo, tuve que reprimir mis ansias de devorar a la chica y de hacerla pedazos y después beberme toda su sangre. Se me antojaba apetitosa su yugular y luego, mientras Fátima me la chupaba en su cuarto de baño, me dijo que (no recuerdo su nombre) se había enamorado de mí y que quería tener una cita conmigo. Yo lo achaqué a mi poder de seducción y mi mirada hipnotizadora, propia de un hijo de Satanás.
                El último detalle tuvo lugar hace un par de días, cuando mi joven y sexy dentista tuvo que matarme el nervio de un colmillo ya que una caries hambrienta me estaba comiendo por dentro. Al sacarme mi apreciado colmillo me dijo que nunca había visto algo igual. ¡Un colmillo de tres centímetros! me dijo. Vuelve a colocarlo en su lugar, dije yo. Y luego se levantó su falda y se sentó sobre mí y empezamos a follar.

                Ahora camino entre las hojas por el parque bajo el frío otoñal y el viento hace aletear mi gabán negro mientras el sol se oculta tras los edificios.  Me paso la vida reprimiendo mis sentimientos y en un momento u otro tendré que estallar. 

sábado, 13 de diciembre de 2014

Cuento de Navidad

Desde la carretera por la que viajamos Cris y yo divisamos una cordillera montañosa cubierta de nieve y desdibujada por un gaseoso manto de niebla. El cielo blanco y los cipreses firmes, vigilantes. La radio imposible de sintonizar, así que Massive Attack repiten una y otra vez las mismas canciones hasta que nos adentramos en el bosque por un camino zigzagueante y prácticamente intransitable.
                Entramos en la casa, maletas en mano, y un olor acogedor nos recibe. Mientras dejamos las cosas sobre una alfombra gruesa y peluda, busco los interruptores de la luz. La madera cruje bajo mis pasos. Cris recorre las cortinas y la luz blanca del invierno ilumina la casa.  Se queda mirando al exterior. Hay un nido de pájaro bajo el canalón, me dice. Me acerco y la abrazo por detrás mientras observamos el paisaje. Un manto de nieve blanca posado sobre los árboles y la hierba cristalizada. Voy a encender la chimenea, digo. Nos besamos.
                Hay un aparato viejo de tocadiscos y le digo a Cris que podríamos haber traído algún disco. Luego ella conecta su iPhone a los altavoces y vuelve a poner canciones de Massive Attack. Podrías preparar un par de copas mientras preparamos la cena, me dice. El calor de la chimenea ha caldeado la casa.
                Mientras Cris ultima los detalles, yo subo y me doy una ducha para despejarme. En el cuarto de baño hay una ventanita pequeña que da a la parte de atrás de la casa. Los cipreses irguiéndose hasta el final de la vista y los pájaros huyen del frío a resguardarse entre las ramas. Un cervatillo se acerca hasta el camino de la casa. Luego mueve una oreja en dirección a algo que ha escuchado y sale corriendo, perdiéndose entre la maleza. Estoy desnudo y sufro una erección. Limpio la humedad del espejo con la mano para poder afeitarme. Abajo, Cris canturrea y oigo el sonido de los platos y los vasos y un montón de nieve cae desde el tejado, precipitándose al vació. Luego, en nuestro dormitorio, que huele a madera y hace frío, piso la alfombra blanda y suave mientras busco en la maleta, que está sobre la cama, unos calcetines y veo que Cris ha traído la foto de Tim y me entristezco porque dijo que no la traería y luego pienso en lo cariñosa que era Cris justo antes de la muerte de Tim y de lo mucho que sonreía cuando jugábamos con la nieve y todos los planes que se truncaron en aquel hospital hace ya un año y un día. Me masturbo y bajo al salón en tejanos y con un jersey navideño con un muñeco de nieve gigante.

La sopa estaba demasiado aguada para mi gusto pero el redondo de ternera le ha salido maravillosamente a Cris, en su punto. Tus canapés de salmón tampoco estaban mal, me dice sirviendo otro par de copas de vino. Nos hemos quedado cortos de vino, apunta, apurando la última gota. En la planta de abajo hay una bodega y tiene buena pinta, digo yo. Genial, dice ella.
                El sol ha caído, o eso creemos porque no lo hemos visto en todo el día; tan solo su luz, el rastro de un dios escondido tras las montañas. Yo echo más leña a la chimenea y hemos acercado un par de butacas para sentarnos al calor. La luz anaranjada del fuego nos crea una sensación agradable y de serenidad. Me fijo en que la casa entera está decorada con adornos navideños cubiertos de polvo. Es tétrico a la vez que acogedor, dice Cris. Luego su mirada se pierde en un punto abstracto de la pared. Los ojos abiertos como perdidos en el infinito, alejándose cada vez más y más de la realidad otra vez. Una lágrima cae por su mejilla. Ahora podríamos estar aquí los tres, dice, y seríamos felices. Poco a poco volveremos a serlo, digo yo, rozándola con miedo la rodilla con la punta de mis dedos. No te engañes, me dice, nunca volverá a ser como antes. Sigo acariciando su pierna para sentirla a mi lado, para unirme a ella, para que nuestras células se entrecrucen. Pero ella está fría, bebe de su copa y aparta la mirada de la pared y se centra en el fuego. La casa es preciosa, digo para sacarla de su embeleso. Ella asiente, iluminada por la luz tenebrosa de la chimenea.

                Bajo a la vetusta bodega a por otra botella de vino iluminado con la nimia luz del mechero. Agarro una polvorienta botella y subo de nuevo al salón. Sigur Ros cantando Starálfur inundan lánguidamente el salón y Cris baila sinuosamente sobre la alfombra, a cámara lenta y con el pelo sobre la cara mientras sujeta su copa vacía en una mano y tararea "el egoísmo y la maldad acabarán con este mundo...". Efectivamente está llorando y lleno de vino su copa y me siento frente a ella en un sillón y bebo directamente de la botella. Cris mira al techo, aunque tiene los ojos cerrados y las lágrimas resbalan por su mejilla. Tras ella, la ventana oscura que da al exterior con los cristales bordeados de humedad que es casi hielo. Unas bolas de navidad de un rojo pálido colgando del marco acumulando polvo y la madera crujiendo como un león viejo y derrotado. El salón solamente iluminado por el fuego parece moverse al ritmo de las llamas. Las sombras danzando de un lado para el otro y Cris cayendo cada vez más y más en su tristeza. La foto de nuestro hijo arrugada con pena en su mano. El sillón donde estoy está cubierto por guirnaldas de Navidad. Cris se me acerca para coger la botella de vino y rellena su copa. Luego cae derrotada sobre la alfombra. La foto de Tim vuela hasta  las tablas del suelo. Me levanto con dificultad pasando por encima de Cris que está inconsciente, durmiendo. Agarro la foto y me acerco a la chimenea sin un paso demasiado firme. Miro por última vez la cara de mi hijo que sonríe ingenuamente a la cámara. Luego muerdo mi labio inferior con tanta fuerza que la boca me sabe a sangre. Sangre mezclada con vino y lágrimas. Y arrojo la foto al fuego que acaba con ella enseguida. Un humo blanco, un débil humo blanco se retuerce en el aire y desaparece. El recuerdo efímero de mi hijo. Me dejo caer de rodillas sobre el suelo y después arrojo mi jersey del muñeco de nieve también a la chimenea. Esto revive el fuego y el salón vuelve a iluminarse de un rojo intenso. La música ha acabado y una corriente gélida proveniente de la parte alta de la chimenea agita los adornos de Navidad y el polvo cae, como nieve triste pululando en el espacio exterior. Cae el polvo sobre mí, sobre Cris, sobre la alfombra, la mesa, las sobras de la cena. Todo se llena de polvo, todo envejeciendo. Todo callado. Todo dormido. Todo oscuro y el polvo precipitándose suavemente sobre nosotros dos. Sobre el recuerdo. Sobre nuestras lágrimas. El fuego vigoroso y el sonido de montones de nieve cayendo del tejado. Feliz navidad, digo, cubierto de polvo. Feliz navidad, Cris, digo, cerrando los ojos. Feliz navidad, pequeño, digo. Feliz navidad a todos. 

sábado, 6 de diciembre de 2014

El sonido de las flechas

Las hogueras iluminaban la playa. La música se mezclaba con el sonido redundante del mar. Era la última noche y yo tenía la impresión de que éramos unos críos que una vez soñaron que eran felices. Me levanté, sacudí la arena de mi pantalón, me descalcé y me adentré hasta las rodillas en una mole de agua oscura y fresca. Fue donde me di cuenta de que todo acababa, y que con un poco de suerte esa noche duraría para siempre. Esa playa, esa noche, ese mar, eran la frontera entre la perfección y la trivialidad.  Al día siguiente volveríamos a la realidad. Se zanjaba el verano y con él uno de nuestros futuros recuerdos más maravillosos. Allí en el agua empecé a echar de menos ese lugar incluso antes de haberme ido. Fue entonces cuando llegó Adri (un nombre precioso para una chica). Me preguntó si iba algo borracho y yo asentí. Me ofreció de su vino y le di un gran trago.  No sabía muy bien qué hacía allí conmigo. Se había alejado del grupo y se había metido en el agua para acompañarme. Me agarró por el brazo y me dijo que iba a añorar todo aquello. Volví a asentir, di otro trago al vino y se lo devolví. Vi que su mano temblaba de frío. Me di media vuelta y salí a la orilla. Adri me siguió.  Según me acercaba al margen del mar, percibía cómo me alejaba de todo. La arena estaba suave y fresca.  ¡Dios, cómo iba a echar de menos todo aquello! Comenzaron a estallar fuegos artificiales. Palmeras gigantes de colores y serpenteantes estelas de fuego.
            Repantingados en la arena, me lié un canuto. Ella invadió mi espacio y allí sentados comenzamos a observar el iracundo cielo negro. Confundiendo las estrellas con los fuegos artificiales. Hablando de la inexorable noche cabalgando sobre nosotros, de la eternidad, del inefable sentimiento del amor. Había echado demasiada marihuana en el porro.
            Ella dijo que sentía el frío de la despedida, del final, de la razón de estar allí en ese momento. Y porque la noche era fría, como un corazón estival que deja de latir para dar paso al invierno. Estiré mis brazos para poder sentir fluir la sangre. Ella se dejó caer, apoyó su cabeza en mis piernas. Acaricié su oscuro pelo. Besé su sien. Repítelo, por favor. Y eso hice. Ella agarró mi mano y la utilizó a modo de almohada. Sentí entonces lo que deben sentir las personas que creen en dios. La sensación de ser repatriado a la naturaleza humana. La noche, el mar: hieráticos símbolos del placer.
            Me deshice del jersey que llevaba puesto y lo eché por encima de los hombros de Adri. Ronroneó como un gato. Ya no sé quién me puso más vino en mi mano y más marihuana en mi boca. El caso es que todo empezó a dar vueltas.
            Adriana estaba de pie bailando y yo tuve que hacer varios intentos para llegar hasta donde estaba ella, de una manera tragicómica sostuve mi copa de vino sin derramar ni una gota. Nació un ligero viento de la nada que dibujó espirales de arena en la atmósfera que se sostenía entre nosotros. La piel fresca de la gente me rozaba y me hacía sentir que estaba allí mismo. En ese preciso lugar y ese preciso instante. Erasure cantando A Little Respect. Me acerqué a Adri y bailé junto a ella. Ella sudaba y sonreía. Olía a rosas frescas. Alzamos los brazos y el fresco y juguetón vientecillo nos hizo sentir libres.
            Intenté besarla. Ella apartó su cara y acarició mi mejilla negando. Luego volví a intentarlo y ella retrocedió. Se escabulló entre la gente y yo la seguí con la mirada. Luego me acerqué y la agarré de la mano. Lo siento dije, y ella me besó en la mejilla. De la mano la llevé lejos del sonido y la gente. En la oscuridad podía oír su excitada respiración y me dijo que tenía sed. Volví a intentar besarla y ella se dejó caer en el suelo, rendida y yo puse el peso de mi cuerpo sobre el suyo y ella intentó apartarme con sus débiles brazos. Besé su cuello, su mentón, su boca. Ella permanecía callada. Cerrando los ojos, haciendo fuerzas para alejarme de allí; para que yo no existiera. Entonces introduje mi mano entre sus piernas y noté el calor. Ella las cerró, pero ya era tarde. Podía palpar cada rincón. Cada suave ladera. Ella emitió un gemido, no era de placer, era el esfuerzo por huir. Por desaparecer de allí. Babeé su cara, restregué mi cuerpo con el suyo. La humedad. El infierno. Mis ojos buscando los suyos y ella empezando a llorar. Su rodilla en mi estómago. Mi respiración se cortó. La debilidad me agarró por el cuello y me hizo caer de espaldas sobre la arena. Ella salió corriendo.
            El sol me despertó. Mastiqué arena. La noche había dado paso al día y la magia dijo que todo había acabado. El silencio de las olas llegando a su destino. Las gaviotas. El maldito mar. Yo, con un extraño sabor de boca. Con resaca. Con un jersey menos y con un recuerdo demasiado agradable de todo aquello.

           


sábado, 29 de noviembre de 2014

El miedo que tengo

Grito al conductor del Volvo que se ha saltado el cruce y por poco colisiona conmigo. Grito tan fuerte y hasta llego a perder los papeles y es solo por el miedo y la angustia de llegar a casa y contar a Jaime que nos han recortado la beca en el laboratorio y quizás después de Navidades me quede sin empleo.
                Dejo los zapatos y el paraguas en la entrada de mi casa para no mojar el suelo y cuando voy a colgar mi abrigo en el perchero veo que la gabardina de Jaime está colgada también y chorrea formando un charco sobre el parqué. ¡Ya estoy en casa! Digo desde el pasillo.
                Es la incertidumbre de la reacción de Jaime la que me hace sentir insegura y he practicado en el coche la forma de decírselo para parecer convincente y así que la firmeza de mis palabras compense el genio hirsuto de mi marido.
                Mini, nuestra gata, aparece alegremente de la nada y se restriega entre mis piernas. Acaricio su cabeza y luego la cojo en mi regazo, a modo de escudo, cuando entro al salón. Jaime está sentado en el sofá con una copa de coñac en la mesa casi acabada, leyendo el Vademecum y con las gafas en la punta de la nariz.
                Hola, cariño, digo. Mini intenta zafarse de mis brazos y yo prefiero que siga protegiéndome pero ella pega un salto y cae sigilosamente sobre la alfombra. ¿Qué tal el día? Le digo y me acerco y le doy un beso en la cabeza porque él no ha levantado la mirada del libro.
Asiente y me pregunta: ¿Tú qué tal?
Bueno, respondo, acercándome al ventanal y viendo cómo caen las hojas amarillas de los árboles formando un manto triste y melancólico en el jardín. El cielo blanco como un folio y los pájaros hinchando sus plumas sobre las ramas para resguardarse del frío. He tenido días mejores, termino diciendo.
Él bebe de su copa y suspira y deja su libro sobre la mesita y luego estira sus brazos y sus piernas y dice que podría preparar algo de almuerzo. Con un vinito no estaría mal, termina diciendo ahora él.  
Claro, cariño, digo frotándome las manos y llamando a la gata para que me siga hasta la cocina. Prefiero tener el escudo cerca.
En la cocina sirvo dos copas de vino. Me bebo una de un trago y vuelvo a llenarla y agradezco el cálido placer al caer por mi garganta. Luego la mejillas son las que se calientan y decido tomarme otra copa y volver a llenarla. Pelo diez nueces y corto un par de trocitos de la tarta de manzana que hizo la madre de Jaime el fin de semana.
¿Así está bien? Pregunto con una sonrisa forzada mientras deposito la bandeja con el vino y la comida en la mesita. Aparto a Mini que intenta beberse el vino. Agarro mi copa con las dos manos, como si las tuviera heladas y sujetase un cuenco de sopa caliente. Después me siento en la punta del sofá, con las rodillas juntas y miro a Jaime buscando una reacción, una señal que me indique que está relajado y sea el momento oportuno de iniciar mi discurso, como si me acabaran de dar un premio y tuviera que agradecerlo delante de una cámara para millones de personas. Solo que en este caso, no es un premio.
Jaime sigue leyendo su libro de medicina y agarra unas nueces sin levantar la mirada del libro y las engulle glotonamente. Luego da un pequeño sorbo al vino. Por encima de sus gafas veo que sus ojos me miran.
¿Te pasa algo? Me pregunta.
Pues la verdad es que sí, carraspeo. Tengo una mala noticia.
Por mi cabeza pasan imágenes en ese preciso momento: nuestro pequeño Tim, todavía esperando en la guardería a que lo vayamos a recoger. La imagen de una montaña nevada, blanca, un pico rocoso alzándose en el ampuloso cielo invernal y un pajarillo azul revoloteando ingenuo de la grandeza mastodóntica de la montaña. Una playa en agosto. Una mano andrógina que se acerca para acariciar mi pelo. Mi padre. Mi hermano. La sonrisa de mi sobrina Clara cuando me ve llegar. La vez que hice limonada para la barbacoa de los domingos y todo el mundo diciéndome lo rica y fresca que estaba. Las mañanas de domingo al despertar después de pasar la noche haciendo el amor con Jaime. Los días de lunes despertando de la misma manera. Las vacaciones en Paraguay. Los libros de Alessandro Baricco. El sabor del vino. La noche de juerga con las chicas que acabó en comisaría. Las veladas cenando en restaurantes por nuestro aniversario. El accidente de coche. La muerte de mi hermana mayor. Aquella vez que nos atracaron volviendo en metro del cine. Cuando Jaime no me escucha. Cuando me hace sentir estúpida. Cuando me miente solo para llevar razón. Cuando se inventa cosas delante de nuestros amigos para dejarme mal. Cuando miente a nuestros amigos. Cuando me grita. Cuando se ríe de mí. Cuando me regaña por perderle su camisa de las reuniones. Cuando me echa de su despacho. Cuando mira a otras chicas más jóvenes.
                Estoy en el cuarto de baño, llorando. Y Mini ronronea a mi lado, lamiendo una pequeña, muy pequeña, casi insignificante herida que tengo en la rodilla.


               

                 

                

sábado, 22 de noviembre de 2014

Gargantua

Ahora es el turno de los isquiotibiales. Dependiendo del momento siento que se me congela un músculo u otro; una parte del cuerpo u otra. Ahora es la parte posterior de mi pierna la que siento helada. Me levanto porque las voces empiezan a estar embotelladas e intento mantener el equilibrio y una forma de caminar decente pero tengo la sensación de que todo da vueltas y no puedo centrar la mirada y hay una lámpara que desprende una luz naranja que me ciega y tengo que entrecerrar los ojos o se me quemarán las retinas. Suena una canción bastante conocida, pero no puedo reconocerla.
                No sé si estoy echando la meada más larga del mundo o es que llevo con la picha fuera una hora sin echar gota. Me subo la bragueta y me lavo las manos y el agua parece que ni si quiera toca mi piel. ¿Está caliente o fría? Quién sabe. Me miro en el espejo y veo que mis facciones son completamente simétricas. Incluso si intento cerrar un ojo, el otro se cierra también. Estaba preocupado por algo, pero ahora me sonrío a mí mismo en el espejo y me siento bien.
                Dejo el cuarto de baño y una chica que pasa por mi lado y me roza huele igual que alguien que conozco y al volverme para mirarla no hay nadie. Y tengo que tener cuidado de no pisar a un chico que hay tumbado en el suelo haciéndose el muerto. Y cuando pasan unos minutos dudo si lo he visto de verdad ahí tumbado o me lo he imaginado.
                Cuando llego a la mesa donde estamos sentados la luz me parece más baja que cuando lo dejé. Al sentarme el camarero llega y nos toma nota. Yo pido un margarita y alguien me hace una pregunta que me ofende, pero no me molesto porque las voces llegan a mí como si uno de los tres billones y medio de rayos de sol que llegan cada segundo a la tierra chocase contra un cedro o un nogal: llegando, golpeando, y desapareciendo.
                Ahora es el turno del deltoides.
                Digo algo gracioso, y cuando me quiero dar cuenta no lo he dicho en realidad pero me estoy riendo e intento mantener la compostura y hay una persona hablándome de algo muy serio pero no logro concentrarme. Asiento y cruzo las piernas para dar la sensación de serenidad pero un sudor frío cae por mi espalda. Bebo del margarita y me refresca bastante y luego vuelvo a beber y me amarga en la boca.
                Ahora es el turno del tibial anterior. Está totalmente congelado.
                En el espacio suena I Follow Rivers de Lykke Li. Y me gusta mucho está canción y me apetece escucharla con los ojos cerrados pero quiero escuchar a quien me está hablando también porque necesito poner los pies en la tierra o perderé la cabeza. Una voz me grita. Y yo me río.
                Digo algo, y creo que ha sido una tontería. Y no sé si estaré paranoico pero creo que me han vuelto a decir algo que me ha ofendido. Empiezo a enfadarme pero cuando intento colocar las ideas en mi cabeza reaparecen como un puzle sin ninguna foto en sus piezas, totalmente desordenado y en el que todas las piezas son iguales. Me parece ver a Jennifer Lawrence junto a la barra pero luego desaparece y luego me saludan desde la distancia y creo que llevo con la mirada fija en un punto desconocido del bar más de media hora. Tengo la sensación de que las nubes se han retirado por un momento y ahora hay luz. Luego se vuelve a oscurecer.
                Digo algo gracioso, y cuando me quiero dar cuenta no lo he dicho en realidad pero me estoy riendo e intento mantener la compostura y hay una persona hablándome de algo muy serio pero no logro concentrarme. Asiento y cruzo las piernas para dar sensación de serenidad pero un sudor frío cae por mi espalda. Bebo del margarita y me refresca bastante y luego vuelvo a beber y me amarga en la boca.
                Déjà vu.
                Me da envidia la niña que sale bailando en un videoclip que proyectan en la pared. Una niña con un traje de maya color carne ceñido a su esquelético cuerpo y una peluca rubia que casi le roza los hombros. Y siento envidia de ella y de su talento y envidio el talento del coreógrafo que ha marcado sus movimientos en el vídeo. Y me deprimo al pensar que jamás seré una niña famélica bailando en un videoclip con tanta creatividad.
                Se me congela el occipito frontal.
                Una voz dulce me dice algo dulce y me hace sonreír y me huele a rosas recién regadas y en el espacio suena Videogames de Lana del Rey y pienso en mi novia y en mis padres y mi hermana y en mis amigos y la música suena por encima de todo y de todos y alguien me susurra la palabra Gargantua y todo se llena de luz y el aroma a rosas frescas es más intenso ahora y noto que hay mucha gente buena a mi alrededor y la mayoría no tiene por qué estar viva aunque una mano real me roza la pierna. Una pierna congelada, igual que la otra pierna y los brazos y el pecho y la espalda. Y ahora se congela el cuello y la cara  y los ojos se quedan abiertos y congelados y la boca y
                Ahora es el turno de los isquiotibiales. Dependiendo del momento siento que se me congela un músculo u otro; una parte del cuerpo u otra. Ahora es la parte posterior de mi pierna la que siento helada. Me levanto porque las voces empiezan a estar embotelladas e intento mantener el equilibro y una forma de caminar decente pero tengo la sensación de que todo da vueltas. 

martes, 11 de noviembre de 2014

El horizonte de sucesos

Lo haces porque sabes que a ella le molesta. Crujes los nudillos acodado sobre la mesa mientras esperas a que el camarero os retire los platos y os traiga el postre.
                Jimena es capaz de hablar sin pronunciar palabra y tú conoces a la perfección ese lenguaje escondido detrás de sus gestos y ademanes. Ella ha guardado un mohín serio y distante, ni si quiera te mira a los ojos cuando te diriges a ella y cuando ella lo hace hacia ti lo hace pronunciando rápidos monosílabos para ahorrarse malgastar saliva contigo.  Y lo sabes: está enfadada. Y por algo que desconoces, aunque podrías imaginarte más de una o dos razones. Has intentado bromear, inútilmente. Incluso te has anticipado a los hechos y la has invitado a cenar al Mario’s, que sabes que es uno de sus restaurantes preferidos, pero ella no ha dado señales de agradecimiento ni de alegría, ni si quiera se ha maquillado para la ocasión, expresando un cierto desaire hacia la velada. Ya no sabes qué hacer y sólo se te ocurre algo estúpido.
                -¿Te ocurre algo? –preguntas. Casi no has podido pronunciar las palabras con contundencia debido a la falta de confianza que se despierta en ti cuando Jimena toma el papel de novia mosqueada. Ella, sin mirarte, resopla y, aunque niega con la cabeza, sabes que miente, y que no va a ser tan fácil enterarte de lo que ocurre.
                El camarero, muy educadamente, os pregunta si habéis terminado y asentís y recoge los platos vacíos y los cubiertos y luego os trae la carta de postres junto con un pequeño cenicero porque ha observado que sacabas un cigarrillo y lo colocabas en tu boca, sin encenderlo. No has fumado antes porque, aunque has buscado algún cartel que prohibiera o permitiese fumar, no estabas seguro de poder hacerlo. Pero cuando el camarero ha llegado con el cenicero has tardado escasos segundos en acercar la pequeña vela violeta que ha permanecido encendida durante toda la cena en el centro de la mesa y has encendido tu cigarro. Has introducido el humo en tus pulmones con una generosa calada y luego lo has soltado lentamente, relajado, disfrutando del momento, que ha sido uno de los mejores de la noche.
                Seguís en silencio y miras la carta de los postres sin prestar demasiada atención al contenido porque piensas que eso excusa que estéis callados. Pero no te apetece comer más y, cuando el camarero se acerca a tomaros nota, te pides un JB con hielo. Jimena te atraviesa con la mirada y luego pide una tarta helada de queso y frambuesas.
                Notas que tu teléfono móvil vibra en el bolsillo del pantalón de tu traje y lo sacas y echas un vistazo rápido. Es Ángel, y no crees que sea acertado contestar a la llamada, así que cuelgas y depositas el teléfono en un lado de la mesa. Como intentando alejarlo de ti. Jimena, que ha visto lo que acabas de hacer, te dice:
                -Podría ser algo importante, ¿no?
                Has observado que Jimena ha bajado la guardia y lo aprovechas.
                -No hay nada más importante que cenar contigo –dices y te sientes un tanto calzonazos. Sabes que lo podrías haber hecho mejor pero te ha podido la presión.
Te has fijado en Jimena para analizar su expresión. Pero simplemente ha apartado la mirada y ha cogido un cigarro de tu paquete. Luego le has acercado la vela y lo ha encendido. Te ha dicho gracias, pero no has notado nada. Piensas que la oportunidad aún no se ha pasado y lo vuelves a intentar.
                -Te noto rara –dices-, puedes contarme lo que te pasa.
                Ella te mira y luego juguetea con la servilleta. Resopla. Tú traqueteas con los dedos sobre la mesa. Puede que haya sido improductivo tu intento por sonsacar a Jimena qué diablos le pasa y te echas para atrás en la silla al percibir que el camarero se acerca a vuestra mesa y deposita frente a Jimena su tarta helada y luego te sirve el whisky.
                El teléfono móvil vuelve a bailar sobre la mesa. Lo miras y es Ángel otra vez. De nuevo lo cuelgas, pero tras unos segundos vuelve a vibrar. Apagas el cigarro y colocas el cenicero sobre el teléfono móvil para ocultarlo. Pero el teléfono comienza a vibrar por enésima vez y dibuja círculos sobre la mesa con el cenicero encima. La escena saca una pequeña sonrisa a Jimena que cuando nota que la miras vuelve a ponerse seria y expulsa el humo entre sus labios sensualmente. No coquetea contigo, simplemente es su forma de hacer las cosas, siempre tan sexy y dulce.
                -Cógelo, anda –te dice.
                Carraspeas y agarras el móvil. Pides perdón y sales hacia uno de los pasillos del restaurante. Contestas a Ángel.
                -Ángel, no puedo atenderte, estoy cenando con Jimena y… sí, no se me ha olvidado… no, es simplemente que a Jimena le pasa algo y nos has pillado justo cuando lo estábamos arreglando –te aclaras la garganta y te pones algo nervioso-. Sí, mañana cogeré el taxi a las siete y llegaré a tiempo al aeropuerto, no te preocupes… sí, todo está bien, minucias, ya sabes… no, no te preocupes, mañana allí estaré… descuida… lo tengo apuntado en la Blackberry… no te preocupes… sí, sí… claro… descuida. Adiós. Adiós.
                Y cuelgas y te acercas a la mesa con paso rápido porque por un momento se te ha pasado por la cabeza que Jimena tal vez podría haberse marchado. Pero cuando estás cerca de la mesa ves que Jimena sigue ahí y que aún no ha tocado su tarta. Piensas que es un bonito detalle que te haya esperado y te sientas intentado no arrastrar la silla y sonríes.
                -Perdona. Ya no nos molestarán más.
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Pagas la cuenta y te dispones a terminar tu copa, pero luego crees que no es muy acertado y tan sólo te mojas los labios.
                En la calle refresca y decides poner tu chaqueta sobre los hombros de Jimena para abrigarla. Ella acepta tu detalle pero no expresa ningún signo de gratitud. Te sientes derrotado pero, qué demonios.
                -¿Te apetece, no sé, ir al cine, por ejemplo?
                -No. Estoy muy cansada. Quiero irme a casa.
                Te das por vencido y levantas una mano para llamar a un taxi.

+++

Tu casa huele muy bien. La decoración es fruto del trabajo de Jimena. Hizo un buen trabajo, piensas. Sueltas las llaves en el aparador y despojas de tu chaqueta  a Jimena que se va directamente al cuarto de baño. Te sientas en el sofá y aflojas el nudo de tu corbata. Enciendes la tele y dejas una reposición de un capítulo de Los problemas crecen. No tienes nada de sueño aunque hoy ha sido un día duro en la oficina. Descansas los pies sobre la mesita y enciendes un cigarrillo.

                Sobre la mesita hay una revista del corazón con un reportaje de las mascotas de los famosos. LOS MEJORES AMIGOS DE LOS FAMOSOS, se titula el reportaje. Quizás deberías comprarte un perro. O un gato, tal vez. No habías caído en la cuenta pero te sientes muy solo. Es uno de esos días en los que nadie te ha dicho nada realmente importante, ni se han preocupado por preguntarte qué tal estás. Tú se lo has preguntado a dos o tres compañeros de la oficina, pero ellos no se han molestado en preguntarte a ti. El tipo del taxi te ha cobrado dos pavos de más y tú no se lo has recriminado. Te has callado. No has tenido una conversación seria en todo el día. ¿Cuánto tiempo hace que no te ríes a carcajadas? ¿Cuánto tiempo llevas sin hablar con nadie a no ser que sean cosas del trabajo? Quizás seas adicto al trabajo. Pero en realidad sabes que no, que odias tu oficina y a tus compañeros. Y también sabes que has hecho muchos esfuerzos por que eso no fuese así. Pero es que estás rodeado de gilipollas. O tal vez seas tú el mayor gilipollas de todos. Mírate. En realidad no tienes nada. Te gustaría que Jimena se acercase al sillón con una botella de vino y dos copas vacías y se sentara a tu lado y os pasaseis la noche entera hablando. Riendo. Contándoos vuestras cosas. Hubo un tiempo que fue así. Y se supone que no eran los mejores tiempos. Pero a ti te gustaban. Eras feliz, o todo lo feliz que puede llegar a ser una persona como tú. También cabe la posibilidad de que no seas capaz de valorar lo que tienes. Quizás sea eso. 

lunes, 3 de noviembre de 2014

La foto de Instagram

-¿Seguro que no eres marica?
Estoy sentado en el pequeño sillón que hay al lado de la cama, con solo una camisa de casi mil pavos y con la polla tan flácida que no parece ni una polla.
                -No. No es eso –le contesto a la chica que ha empezado a vestirse después de que mi miembro no haya podido meterse en su agujerito.
                -Hay hombres que descubren que le van otros hombres a tu edad –dice ella mientras abrocha su sujetador por la espalda. La luna está tan llena que la luz que entra por la ventana es más que suficiente.
                -Ya te he dicho que no soy marica –digo, aún sentado y con la picha muerta. Enciendo un pitillo y pongo un disco de Transvision Vamp en mi iPhone-. Además –sigo-, no sabes ni la edad que tengo.
                -¿50? ¿60?
                -Serás hija de… -le lanzo el cigarro a la cara y ella lo aparta de un manotazo y me llama cabrón-. Solo tengo cuarenta y tres.
                -Pues aparenta más. Solo hay que verte –y señala con la mirada mi triste aparato.
                -Me he corrido muchas juergas cuando era joven, cariño.
                -Me hubiera gustado conocerte en aquella época. Tienes pinta de haber sido un tipo atractivo –y se sienta en la cama, junto al sofá donde estoy yo y empieza a acariciármela-. Y seguro que esto te funcionaba.
                -No te hubiera gustado –digo-, era un tío muy loco.
                -Me gustan los locos que no piensan en el mañana.
                -Si quizás hubiese pensado en este mañana –señalo mi polla-, no hubiera cometido algunos excesos.
                -¿Qué tipo de excesos? –quizás esté consiguiendo ponérmela dura.
                -Meterme kilos de cocaína cada noche en los servicios del Neón Club, por ejemplo.
                -¿El Neón Club? –me pregunta, a la vez que me masturba con fuerza-. Allí trabajó mi hermana mayor.
                -Quizás la conozca.
                -Se llama Nora.
                -Conozco a Nora –digo y creo que me voy a correr.
                Me corro.
                Ella va al cuarto de baño y luego sale y se desnuda.
                -¿No querrás follar ahora? –pregunto-. Estoy agotado.
                -No –responde y se desnuda por completo. Y luego se sienta en mis piernas y nos hace una foto.
                -¿Vas a chantajearme, putita?

                -No. Voy a colgarla en Instagram

miércoles, 29 de octubre de 2014

El haz de luz

Llevo a Tim al cumpleaños del pequeño Diego, su amigo del colegio, y lo hago solo porque Samantha tiene reunión hasta tarde y yo, bueno, no me ha quedado otra.
                Mi hijo cacharrea en su iPad porque está enganchadísimo a un juego en el que él es un cazador de dinosaurios y acumula riquezas y crea museos por todo el mundo. La visión de su cara iluminada por la luz del iPad es fantasmagórica.
                -¿Has cazado ya al Rex, chaval? –digo, mirándolo a través del espejo retrovisor.
                Él niega con la cabeza sin apartar la mirada de la pantalla. Luego hago otro intento por sacar una conversación con Tim, pero este hace caso omiso de lo que le digo.
                Cuando llegamos a la casa del cumpleaños, tengo que dar unos empujoncitos a Tim en la espalda para que se acerque a sus amigos y él, tímidamente, se acerca a un grupo de unos cinco niños que le miran extraño cuando mi hijo llega a su altura y uno de los pequeños diablillos le pregunta si es un iPad y Tim asiente con la cabeza y otro de ellos saca un teléfono móvil y pone música rap mientras otro imita ser un rapero negro aunque es blanco y es tan rubio como un rayo de sol y varios ríen y me ha parecido ver una semisonrisa en la cara de Tim. Alguien me llama y me despista y entre el barullo diviso una mano alzada: es P, el padre del pequeño Diego.
                Me abro paso entre la gente, cruzo un ancho pasillo con fotos familiares, un doberman pasa a mi lado y me parece que me guiña un ojo y llego hasta el grupo de los tipos con quien está hablando P. A uno de ellos me parece conocerlo de verle en las noticias: un alcalde imputado por blanqueo de dinero. Cuando P me lo presenta intento no tocarle la mano demasiado.
                -¿Cómo te va? –me pregunta P dándome una cariñosa palmadita en la espalda a modo de colegueo. Me he quitado la corbata y la he dejado en el coche para no parecer presuntuoso, pero aquí todo el mundo va de traje.
                -No me puedo quejar –digo-. ¿Vosotros qué tal?
                -Estábamos escuchando a Rafael, que es arquitecto, y nos estaba explicando qué clase de reforma podríamos hacer en el jardín.
                El tal Rafael no para de hablar y de dejar claro qué edificios ha construido dentro y fuera del país y a mí me aburren tanto las conversaciones sobre trabajo que hago que me llaman al móvil y me alejo unos metros y llego hasta una mesa y me sirvo una copa de vino. Doy un gran sorbo y alguien que se me ha acercado por detrás me dice “eres más listo que yo; llevo intentando deshacerme de ellos más de veinte minutos” y cuando giro la cabeza es P y me pide que lo acompañe a la parte de atrás.
                Es una lugar bastante grande. Y la parte de atrás de la casa es más acogedora que la de delante; como más íntima. Solo hay un par de chicos jugando en una fuente con forma de flamenco y P los regaña y se van y nos quedamos solos. Andamos hacia un par de sillas de mimbre bajo un cerezo y P empieza a liarse un canuto.
                -Necesitaba desconectar, Tío –me dice mientras enciende el canuto-. Esta mañana he hecho una operación de amígdalas y después de la comida he extirpado un tumor de una nariz. Estoy agotado.
                Me pongo algo nervioso y P me pasa el porro y exhalo el humo y luego bebo vino. Me mareo. El doberman aparece por una esquina y se sienta a nuestra vera. P lo acaricia y el perro cierra los ojos de gusto.
                Un avión militar cruza el cielo. El doberman ladra furioso al avión. Tranquilo, le dice P. El perro se calma. Doy otra calada y se lo paso a P. P fuma y me dice que tiene una amante y que tienen que dar ansiolíticos al pequeño Diego porque es hiperactivo. Toso y me revuelvo en mi silla. Luego cambia de tema y pregunta si me gusta el vino. Le digo que sí. Es un Petrvs, me dice. Ahm, digo yo, mirando la copa.
Está anocheciendo y la marihuana está haciendo su efecto.
-¿Mamá, por qué papá es negro, tú blanca y yo soy chino? –P está contándome un chiste-. Con lo que pasó esa noche, hijo mío, da gracias que no ladres.
Nos reímos tanto que el perro empieza  a ladrarnos. Pero cuando nos damos cuenta el perro no nos ladra a nosotros, sino al cielo. Ha anochecido, pero el cielo se ha teñido de una luz purpúrea bastante extraña.
-Creo que hemos bebido demasiado –comenta P incorporándose de su silla y apurando su copa de vino y mirando al cielo con desconfianza.
Mientras yo hago fotos con mi móvil al cielo, unos chicos aparecen corriendo gritando que hay una nave espacial en la parte de delante. P ríe, pero luego me acuerdo de Tim y P lo ve en mi cara y se preocupa porque el suelo ha temblado y P dice “un terremoto” y salimos corriendo atravesando la casa en dirección a la parte delantera.
El suelo vuelve a temblar y las luces del salón se pagan y yo enciendo la linterna del móvil y llamo a Tim. La gente está muy nerviosa y caen algunos vasos al suelo. Los niños lloran y esta vez no solo tiembla el suelo sino toda la casa y yo intento abrirme paso hacia el jardín y vuelvo a llamar a Tim y aunque es de noche, por las ventanas parece de día. Rafael, el arquitecto, está llorando de miedo en un rincón y mi teléfono móvil empieza a sonar. Es Samantha, y me pregunta con voz nerviosa “¿lo estás viendo?”.  Justo cuando me pregunta esto estoy en el quicio de la puerta de la entrada y me cruzo con una veintena de personas que luchan por introducirse en la casa en dirección contraria a la mía. Cuando pongo un pie fuera, no doy crédito a lo que veo.
Un artefacto gigantesco, como un campo de fútbol, flota sobre la casa y la urbanización en general, desprendiendo una luz púrpura  y un zumbido que hace que las hojas de los árboles se precipiten al suelo. Grito TIIIIIIIIIIIIIIIIIIMMM, pero mi voz no se oye entre los gritos de la gente. Corro por el jardín asustado y encuentro el iPad de Tim en el suelo. Lo cojo y veo que mi hijo ha estado haciendo fotos al artefacto. Este emite un zumbido, ahora tan fuerte que me hace caer al suelo.
-¡Papa!                -es Tim justo a mi lado, y me ayuda a levantarme.
-¡Tim! –lo abrazo y lo levanto y salgo corriendo con él en brazos hacia el coche. Pero otro zumbido hace que todos los coches se eleven y, como por una fuerza extraña, quedan suspendidos a unos veinte metros del suelo.
Luego corro hacia la casa, aunque sé que no es muy seguro.
Tim tiene tanto miedo que va abrazado a mí con la cara hundida en mi hombro. Tranquilo, le digo. Todo va a salir bien.
Samantha vuelve a llamarme al móvil. Pero no oigo nada. El móvil deja de funcionar. El perro de P está en el jardín ladrando al maldito artefacto. Este lanza un rayo verde hacia el perro y lo fulmina. Lo hace desaparecer. Yo tapo los ojos de Tim. El pequeño Diego llora al ver lo que le han hecho a su pobre perro. Somos como unas cien personas encerradas en el salón. A nadie se le ha ocurrido apagar la música y George Michael canta Faith. P se me acerca por detrás y me pregunta si estamos bien. A través del ventanal vemos cómo la nave lanza rayos a las casas, convirtiéndolas en polvo. Abrazo tan fuerte a mi hijo que noto sus costillitas en mis brazos. Cierro los ojos y me alegro de haber traído a mi hijo a la fiesta de cumpleaños del pequeño Diego. Me alegro mucho de no estar encerrado en mi despacho. Me alegro tanto que sonrío de felicidad.
               

                 


jueves, 23 de octubre de 2014

1996

Mientras Jaime se da un baño nocturno en mi piscina yo intento colocar todo el salón. Estoy en bañador, uno amarillo que me regaló mi hermana. Hace una noche cojonuda. Salgo al jardín y Jaime está nadando, lenta y pausadamente y está desnudo. Me tumbo en una hamaca y aparto con el pie un montón de botellas vacías. Aunque es de noche, me pongo las gafas de sol. No sé de dónde proviene una música que me recuerda al Poem Without Words de Anne Clark. Pero no es la canción. De fondo se oye a un perro ladrar, debe de ser de la urbanización de al lado. Y a lo lejos, detrás de una montaña, hay fuegos artificiales. Jaime sale y se pone una toalla rosa en la cintura. Se tumba en la hamaca al lado de la mía.  Sucede algo extraño. La piscina nos mira. Somos observados por ella. Nos ve las plantas de los pies. Y oye nuestras voces como un eco porque sus oídos están dentro del agua.  Jaime se ha quedado medio dormido, debe de ser por el último porro que se ha fumado. Santi sigue con las gafas de sol puestas y me está mirando. Creo que no dicen nada. Llaman a la puerta y Santi sale a abrir y desde aquí no veo quién llega y tengo que esperar a que salgan al jardín. Son dos chicas rubias, una más alta que la otra y parecen ser mayores que Santi y Jaime. Ese foco azul me está deslumbrando, y el viento me ondea de una forma suave. Efectivamente las chicas son mayores. Empiezan a desnudarse y Jaime se quita la toalla y queda desnudo y Santi se quita el bañador amarillo y permanece tumbado junto a Jaime. Aún lleva las gafas de sol. Una de las chicas, que todavía no se ha quitado las bragas, se pone de rodillas frente a Santi y comienza a chuparle la polla. Santi tiene los brazos detrás de la cabeza adoptando una postura de relajación total. La chica que está con Jaime sí está totalmente desnuda. Se sienta en la hamaca de Jaime y empieza a masturbar al chaval. Jaime le toca los senos a la chica y esta le besa por el pecho y cuando va a llegar a la boca para y le chupa la polla a Jaime. La chica de Santi aparta unos vasos y se sienta por completo en el suelo y empieza a masajear los pies de Santi que tiene la polla muy erecta. Santi empieza a machacársela él solo y en unos segundos tiene el coño de la rubia en su cara y le está chupando la polla. La rubia comenta que el frío de las gafas al chocar con su culo la excita bastante. Mientras Santi sigue lamiendo el coño de la chica, pasa algo extraño. Intento introducirle un par de dedos por el culo, pero no llego muy bien, así que la pido que se tumbe. Santi se ha corrido pero la puta sigue machacándosela y vuelve a estar erecto y empiezan a follar. Yo le pido a Samantha que me acompañe a la piscina. El agua está estupenda, me encanta el agua. Desnudo, abrazo e intento besar a la chica. Pero ella se sumerge y empieza a chuparme la polla. Yo agarro su pelo y cuando quiere salir a coger aire no la dejo. La chica patalea y agita el agua. Al final la dejo salir. Noto algo extraño en la piscina. El agua está como espesa. Santi está dando por el culo a su puta. Y yo salgo de la piscina, Samantha me sigue. Empiezo a darle por culo a Santi y él me besa en la boca. Samantha, de pie, se pone frente a la puta de Santi y esta última empieza a comerla el chocho. Desde aquí, la piscina es maravillosa. Reflejos azules. Brisa estival. Dejo de sodomizar a Santi y me acerco a Samantha y la separo de la lengua de la puta y le digo que se agache y le doy por el culo. Mientras hacemos esto, Samantha besa en la boca a la otra rubia que está siendo penetrada por Santi. Y pasa algo extraño mientras toco una teta a Samantha. Jaime quiere que le vuelva a chupar la polla, pero me apetece hacérmelo mejor con Santi. Saco la picha de Jaime de mi culo y avanzo por el jardín hasta Santi y le doy la vuelta y empiezo a comérsela. Desde aquí veo a Jaime que tiene la lengua de Susi en su culo. Hay fuegos artificiales detrás de ellos y Santi está buenísimo y me encanta como le quedan estas gafas de sol.
            Después de follar, las chicas se van. Jaime se ha quedado dormido en la piscina encima de una colchoneta que tiene forma de labios. Yo sigo tumbado en la hamaca y no sé si tengo las gafas de sol puestas. Bebo una Pepsi sin cafeína y estoy desnudo. Hay restos de lefa por el suelo del jardín. Está amaneciendo y hace un poco de fresco, pero me siento de puta madre. Un pájaro llega hasta la piscina, planeando, y bebe de esta. Deja una estela de gotas de agua brillantes tras de sí. Jaime se da la vuelta sobre la colchoneta y cae al agua. Se despabila y creo que no sabe ni dónde está. Nos reímos durante horas.

domingo, 19 de octubre de 2014

La casa del árbol

Aquella chica llevaba un sombrero norteño blanco que protegía su rostro del ardiente sol de una mañana de un martes en Junio. Una camisa bastante sexy de cuadros blancos y rojos anudada en el ombligo en un vientre plano y moreno se ceñía a su delgado cuerpo como un guante. Los vaqueros, de un azul desgastado, abrazaban elásticamente a sus turgentes piernas marcando a la perfección la forma de sus glúteos al andar como si de su propia piel se tratase. Unas botas de piel de cocodrilo traqueteaban en el asfalto, marcando el ritmo de unas zancadas con autoridad, la una tras la otra, cruzando la avenida 8 hacia un salón de streeptease. Una figura concupiscente que llamó la atención de todos aquellos con quienes se cruzaba. La de todos, menos la mía. Yo no la vi, mientras conducía mi coche, a lo largo de la avenida 8, una mañana de Junio. Un martes.
 Si quieres empezar de cero, tienes que hacerlo desde el sentido estricto de la palabra. O al menos eso me repetía mientras cruzaba el océano Pacífico en un vuelo de más de ocho horas con dos escalas hacia Doscaminos, un valle en medio de un ampuloso bosque del mismo nombre, donde mi agente literario había encontrado muy competentemente una casa de madera, en el culo del mundo, oculta en aquel bosque, perfecta para esconderme y huir de todo y de todos.
 Durante el año que siguió al atropello, durante el juicio, lo único que se me pasaba por la cabeza entonces era: “Necesito largarme; o follar con alguien; o cogerme una buena borrachera.” La misma mañana en la que me llevé por delante con mi coche a Amanda (la chica del sombrero tejano y las botas de piel de cocodrilo) mi novia Jimena me abandonó. Llegué al apartamento donde vivíamos juntos sobre las siete de la madrugada después de una reunión con los que iban a ser mis editores internacionales en Europa y Estados Unidos; reunión que más tarde se convirtió en una fiesta para celebrar los contratos millonarios que habíamos firmado, en la azotea de Ángel Ariza, mi agente literario, que se alargó hasta altas horas de la madrugada. Un taxi me llevó hasta mi apartamento. Me recuerdo haciendo eses, descalzo para no hacer ruido, recorriendo el pasillo color miel del último piso del rascacielos donde vivía con Jimena. Abrí la puerta con cuidado, intentado ser sigiloso para no despertarla. Dejé los zapatos a un lado, cerré con sigilo, eché un vistazo en el dormitorio, donde Jimena dormía plácidamente desnuda sobre nuestra cama, con las sábanas a un lado. Luego me dirigí a la terraza del salón. Hacía una estupenda mañana de Junio; el sol empezaba a bañar los edificios y a colorear el cielo de un naranja cegador. Me puse las gafas de sol para protegerme de los destellos solares, de unas flechas ardientes que eran lanzadas desde aquella mole de fuego; y encendí un cigarrillo, acodado en la barandilla y disfrutando del clima y del momento. No sé cuánto tiempo pasó hasta que noté los brazos de Jimena abrazándome por la cintura y apoyando su cara en mi espalda. -¿Ha ido todo bien? –me preguntó, con una voz adormecida, como si fuera una niña pequeña que se acaba de despertar para ir al colegio. -Mhm –respondí. En ese momento me sentí demasiado borracho como para poder dar una respuesta mejor. Ella me soltó e hizo que me girase para mirarme. -¿Estás borracho, Bruno? Suspiré. Creo que sonreí con cara de idiota. Me vi reflejado en la hoja del ventanal que se encontraba frente a mí. En realidad mi aspecto era lamentable. Despeinado, con las gafas de sol torcidas, con varios botones desabrochados de mi camisa blanca que caía como una cascada por fuera de los pantalones. Ni rastro de la corbata. -Hemos estado celebrando… -¿Celebrando? –me interrumpió Jimena-. ¿Es ésta la vida que nos espera ahora que eres escritor? ¿Fiestas y más fiestas? -Escucha –dije y carraspeé. Jimena había retrocedido un par de metros y me escuchaba con los brazos cruzados, envuelta en una camiseta gris vieja, dejando que sus piernas reverberaran la luz del sol-. Ya tengo una madre, una madre maravillosa. No necesito otra más. No debí decir aquello, supongo. -Eres un puto crío –me dijo, negando con la cabeza y entrando en el apartamento a toda prisa, muy enfadada. -¡A lo mejor necesitas a un hombre! ¡Vete y busca un hombre de verdad! –grité. Después Jimena se marchó. Yo no sabía qué hacer, y cogí el coche cuatro horas más tarde, luego de haberme bebido una botella de vino, buscando a Jimena por la ciudad para pedirle perdón. Pasaba por delante de un salón de streeptease cuando atropellé a aquella chica, y murió de camino al hospital. Iba pensando en lo que le iba a decir a Jimena para que me perdonara, para que volviera a nuestra casa, intentado buscar excusas, razones para solucionar aquello. Y todo esto careció de importancia, mientras declaraba en una comisaría, llorando. Llorando como un puto crío.