Las hogueras iluminaban la playa.
La música se mezclaba con el sonido redundante del mar. Era la última noche y
yo tenía la impresión de que éramos unos críos que una vez soñaron que eran
felices. Me levanté, sacudí la arena de mi pantalón, me descalcé y me adentré
hasta las rodillas en una mole de agua oscura y fresca. Fue donde me di cuenta
de que todo acababa, y que con un poco de suerte esa noche duraría para
siempre. Esa playa, esa noche, ese mar, eran la frontera entre la perfección y
la trivialidad. Al día siguiente
volveríamos a la realidad. Se zanjaba el verano y con él uno de nuestros
futuros recuerdos más maravillosos. Allí en el agua empecé a echar de menos ese
lugar incluso antes de haberme ido. Fue entonces cuando llegó Adri (un nombre
precioso para una chica). Me preguntó si iba algo borracho y yo asentí. Me
ofreció de su vino y le di un gran trago.
No sabía muy bien qué hacía allí conmigo. Se había alejado del grupo y
se había metido en el agua para acompañarme. Me agarró por el brazo y me dijo
que iba a añorar todo aquello. Volví a asentir, di otro trago al vino y se lo
devolví. Vi que su mano temblaba de frío. Me di media vuelta y salí a la
orilla. Adri me siguió. Según me
acercaba al margen del mar, percibía cómo me alejaba de todo. La arena estaba
suave y fresca. ¡Dios, cómo iba a echar
de menos todo aquello! Comenzaron a estallar fuegos artificiales. Palmeras
gigantes de colores y serpenteantes estelas de fuego.
Repantingados
en la arena, me lié un canuto. Ella invadió mi espacio y allí sentados
comenzamos a observar el iracundo cielo negro. Confundiendo las estrellas con
los fuegos artificiales. Hablando de la inexorable noche cabalgando sobre
nosotros, de la eternidad, del inefable sentimiento del amor. Había echado
demasiada marihuana en el porro.
Ella
dijo que sentía el frío de la despedida, del final, de la razón de estar allí
en ese momento. Y porque la noche era fría, como un corazón estival que deja de
latir para dar paso al invierno. Estiré mis brazos para poder sentir fluir la
sangre. Ella se dejó caer, apoyó su cabeza en mis piernas. Acaricié su oscuro
pelo. Besé su sien. Repítelo, por favor. Y eso hice. Ella agarró mi mano y la
utilizó a modo de almohada. Sentí entonces lo que deben sentir las personas que
creen en dios. La sensación de ser repatriado a la naturaleza humana. La noche,
el mar: hieráticos símbolos del placer.
Me
deshice del jersey que llevaba puesto y lo eché por encima de los hombros de
Adri. Ronroneó como un gato. Ya no sé quién me puso más vino en mi mano y más
marihuana en mi boca. El caso es que todo empezó a dar vueltas.
Adriana
estaba de pie bailando y yo tuve que hacer varios intentos para llegar hasta donde
estaba ella, de una manera tragicómica sostuve mi copa de vino sin derramar ni
una gota. Nació un ligero viento de la nada que dibujó espirales de arena en la
atmósfera que se sostenía entre nosotros. La piel fresca de la gente me rozaba
y me hacía sentir que estaba allí mismo. En ese preciso lugar y ese preciso
instante. Erasure cantando A Little Respect. Me acerqué a Adri y
bailé junto a ella. Ella sudaba y sonreía. Olía a rosas frescas. Alzamos los
brazos y el fresco y juguetón vientecillo nos hizo sentir libres.
Intenté
besarla. Ella apartó su cara y acarició mi mejilla negando. Luego volví a
intentarlo y ella retrocedió. Se escabulló entre la gente y yo la seguí con la
mirada. Luego me acerqué y la agarré de la mano. Lo siento dije, y ella me besó
en la mejilla. De la mano la llevé lejos del sonido y la gente. En la
oscuridad podía oír su excitada respiración y me dijo que tenía sed. Volví a
intentar besarla y ella se dejó caer en el suelo, rendida y yo puse el peso de
mi cuerpo sobre el suyo y ella intentó apartarme con sus débiles brazos. Besé su
cuello, su mentón, su boca. Ella permanecía callada. Cerrando los ojos,
haciendo fuerzas para alejarme de allí; para que yo no existiera. Entonces introduje
mi mano entre sus piernas y noté el calor. Ella las cerró, pero ya era tarde. Podía
palpar cada rincón. Cada suave ladera. Ella emitió un gemido, no era de placer,
era el esfuerzo por huir. Por desaparecer de allí. Babeé su cara, restregué mi
cuerpo con el suyo. La humedad. El infierno. Mis ojos buscando los suyos y ella
empezando a llorar. Su rodilla en mi estómago. Mi respiración se cortó. La debilidad
me agarró por el cuello y me hizo caer de espaldas sobre la arena. Ella salió
corriendo.
El
sol me despertó. Mastiqué arena. La noche había dado paso al día y la magia
dijo que todo había acabado. El silencio de las olas llegando a su destino. Las
gaviotas. El maldito mar. Yo, con un extraño sabor de boca. Con resaca. Con un
jersey menos y con un recuerdo demasiado agradable de todo aquello.
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