sábado, 6 de diciembre de 2014

El sonido de las flechas

Las hogueras iluminaban la playa. La música se mezclaba con el sonido redundante del mar. Era la última noche y yo tenía la impresión de que éramos unos críos que una vez soñaron que eran felices. Me levanté, sacudí la arena de mi pantalón, me descalcé y me adentré hasta las rodillas en una mole de agua oscura y fresca. Fue donde me di cuenta de que todo acababa, y que con un poco de suerte esa noche duraría para siempre. Esa playa, esa noche, ese mar, eran la frontera entre la perfección y la trivialidad.  Al día siguiente volveríamos a la realidad. Se zanjaba el verano y con él uno de nuestros futuros recuerdos más maravillosos. Allí en el agua empecé a echar de menos ese lugar incluso antes de haberme ido. Fue entonces cuando llegó Adri (un nombre precioso para una chica). Me preguntó si iba algo borracho y yo asentí. Me ofreció de su vino y le di un gran trago.  No sabía muy bien qué hacía allí conmigo. Se había alejado del grupo y se había metido en el agua para acompañarme. Me agarró por el brazo y me dijo que iba a añorar todo aquello. Volví a asentir, di otro trago al vino y se lo devolví. Vi que su mano temblaba de frío. Me di media vuelta y salí a la orilla. Adri me siguió.  Según me acercaba al margen del mar, percibía cómo me alejaba de todo. La arena estaba suave y fresca.  ¡Dios, cómo iba a echar de menos todo aquello! Comenzaron a estallar fuegos artificiales. Palmeras gigantes de colores y serpenteantes estelas de fuego.
            Repantingados en la arena, me lié un canuto. Ella invadió mi espacio y allí sentados comenzamos a observar el iracundo cielo negro. Confundiendo las estrellas con los fuegos artificiales. Hablando de la inexorable noche cabalgando sobre nosotros, de la eternidad, del inefable sentimiento del amor. Había echado demasiada marihuana en el porro.
            Ella dijo que sentía el frío de la despedida, del final, de la razón de estar allí en ese momento. Y porque la noche era fría, como un corazón estival que deja de latir para dar paso al invierno. Estiré mis brazos para poder sentir fluir la sangre. Ella se dejó caer, apoyó su cabeza en mis piernas. Acaricié su oscuro pelo. Besé su sien. Repítelo, por favor. Y eso hice. Ella agarró mi mano y la utilizó a modo de almohada. Sentí entonces lo que deben sentir las personas que creen en dios. La sensación de ser repatriado a la naturaleza humana. La noche, el mar: hieráticos símbolos del placer.
            Me deshice del jersey que llevaba puesto y lo eché por encima de los hombros de Adri. Ronroneó como un gato. Ya no sé quién me puso más vino en mi mano y más marihuana en mi boca. El caso es que todo empezó a dar vueltas.
            Adriana estaba de pie bailando y yo tuve que hacer varios intentos para llegar hasta donde estaba ella, de una manera tragicómica sostuve mi copa de vino sin derramar ni una gota. Nació un ligero viento de la nada que dibujó espirales de arena en la atmósfera que se sostenía entre nosotros. La piel fresca de la gente me rozaba y me hacía sentir que estaba allí mismo. En ese preciso lugar y ese preciso instante. Erasure cantando A Little Respect. Me acerqué a Adri y bailé junto a ella. Ella sudaba y sonreía. Olía a rosas frescas. Alzamos los brazos y el fresco y juguetón vientecillo nos hizo sentir libres.
            Intenté besarla. Ella apartó su cara y acarició mi mejilla negando. Luego volví a intentarlo y ella retrocedió. Se escabulló entre la gente y yo la seguí con la mirada. Luego me acerqué y la agarré de la mano. Lo siento dije, y ella me besó en la mejilla. De la mano la llevé lejos del sonido y la gente. En la oscuridad podía oír su excitada respiración y me dijo que tenía sed. Volví a intentar besarla y ella se dejó caer en el suelo, rendida y yo puse el peso de mi cuerpo sobre el suyo y ella intentó apartarme con sus débiles brazos. Besé su cuello, su mentón, su boca. Ella permanecía callada. Cerrando los ojos, haciendo fuerzas para alejarme de allí; para que yo no existiera. Entonces introduje mi mano entre sus piernas y noté el calor. Ella las cerró, pero ya era tarde. Podía palpar cada rincón. Cada suave ladera. Ella emitió un gemido, no era de placer, era el esfuerzo por huir. Por desaparecer de allí. Babeé su cara, restregué mi cuerpo con el suyo. La humedad. El infierno. Mis ojos buscando los suyos y ella empezando a llorar. Su rodilla en mi estómago. Mi respiración se cortó. La debilidad me agarró por el cuello y me hizo caer de espaldas sobre la arena. Ella salió corriendo.
            El sol me despertó. Mastiqué arena. La noche había dado paso al día y la magia dijo que todo había acabado. El silencio de las olas llegando a su destino. Las gaviotas. El maldito mar. Yo, con un extraño sabor de boca. Con resaca. Con un jersey menos y con un recuerdo demasiado agradable de todo aquello.

           


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