sábado, 29 de noviembre de 2014

El miedo que tengo

Grito al conductor del Volvo que se ha saltado el cruce y por poco colisiona conmigo. Grito tan fuerte y hasta llego a perder los papeles y es solo por el miedo y la angustia de llegar a casa y contar a Jaime que nos han recortado la beca en el laboratorio y quizás después de Navidades me quede sin empleo.
                Dejo los zapatos y el paraguas en la entrada de mi casa para no mojar el suelo y cuando voy a colgar mi abrigo en el perchero veo que la gabardina de Jaime está colgada también y chorrea formando un charco sobre el parqué. ¡Ya estoy en casa! Digo desde el pasillo.
                Es la incertidumbre de la reacción de Jaime la que me hace sentir insegura y he practicado en el coche la forma de decírselo para parecer convincente y así que la firmeza de mis palabras compense el genio hirsuto de mi marido.
                Mini, nuestra gata, aparece alegremente de la nada y se restriega entre mis piernas. Acaricio su cabeza y luego la cojo en mi regazo, a modo de escudo, cuando entro al salón. Jaime está sentado en el sofá con una copa de coñac en la mesa casi acabada, leyendo el Vademecum y con las gafas en la punta de la nariz.
                Hola, cariño, digo. Mini intenta zafarse de mis brazos y yo prefiero que siga protegiéndome pero ella pega un salto y cae sigilosamente sobre la alfombra. ¿Qué tal el día? Le digo y me acerco y le doy un beso en la cabeza porque él no ha levantado la mirada del libro.
Asiente y me pregunta: ¿Tú qué tal?
Bueno, respondo, acercándome al ventanal y viendo cómo caen las hojas amarillas de los árboles formando un manto triste y melancólico en el jardín. El cielo blanco como un folio y los pájaros hinchando sus plumas sobre las ramas para resguardarse del frío. He tenido días mejores, termino diciendo.
Él bebe de su copa y suspira y deja su libro sobre la mesita y luego estira sus brazos y sus piernas y dice que podría preparar algo de almuerzo. Con un vinito no estaría mal, termina diciendo ahora él.  
Claro, cariño, digo frotándome las manos y llamando a la gata para que me siga hasta la cocina. Prefiero tener el escudo cerca.
En la cocina sirvo dos copas de vino. Me bebo una de un trago y vuelvo a llenarla y agradezco el cálido placer al caer por mi garganta. Luego la mejillas son las que se calientan y decido tomarme otra copa y volver a llenarla. Pelo diez nueces y corto un par de trocitos de la tarta de manzana que hizo la madre de Jaime el fin de semana.
¿Así está bien? Pregunto con una sonrisa forzada mientras deposito la bandeja con el vino y la comida en la mesita. Aparto a Mini que intenta beberse el vino. Agarro mi copa con las dos manos, como si las tuviera heladas y sujetase un cuenco de sopa caliente. Después me siento en la punta del sofá, con las rodillas juntas y miro a Jaime buscando una reacción, una señal que me indique que está relajado y sea el momento oportuno de iniciar mi discurso, como si me acabaran de dar un premio y tuviera que agradecerlo delante de una cámara para millones de personas. Solo que en este caso, no es un premio.
Jaime sigue leyendo su libro de medicina y agarra unas nueces sin levantar la mirada del libro y las engulle glotonamente. Luego da un pequeño sorbo al vino. Por encima de sus gafas veo que sus ojos me miran.
¿Te pasa algo? Me pregunta.
Pues la verdad es que sí, carraspeo. Tengo una mala noticia.
Por mi cabeza pasan imágenes en ese preciso momento: nuestro pequeño Tim, todavía esperando en la guardería a que lo vayamos a recoger. La imagen de una montaña nevada, blanca, un pico rocoso alzándose en el ampuloso cielo invernal y un pajarillo azul revoloteando ingenuo de la grandeza mastodóntica de la montaña. Una playa en agosto. Una mano andrógina que se acerca para acariciar mi pelo. Mi padre. Mi hermano. La sonrisa de mi sobrina Clara cuando me ve llegar. La vez que hice limonada para la barbacoa de los domingos y todo el mundo diciéndome lo rica y fresca que estaba. Las mañanas de domingo al despertar después de pasar la noche haciendo el amor con Jaime. Los días de lunes despertando de la misma manera. Las vacaciones en Paraguay. Los libros de Alessandro Baricco. El sabor del vino. La noche de juerga con las chicas que acabó en comisaría. Las veladas cenando en restaurantes por nuestro aniversario. El accidente de coche. La muerte de mi hermana mayor. Aquella vez que nos atracaron volviendo en metro del cine. Cuando Jaime no me escucha. Cuando me hace sentir estúpida. Cuando me miente solo para llevar razón. Cuando se inventa cosas delante de nuestros amigos para dejarme mal. Cuando miente a nuestros amigos. Cuando me grita. Cuando se ríe de mí. Cuando me regaña por perderle su camisa de las reuniones. Cuando me echa de su despacho. Cuando mira a otras chicas más jóvenes.
                Estoy en el cuarto de baño, llorando. Y Mini ronronea a mi lado, lamiendo una pequeña, muy pequeña, casi insignificante herida que tengo en la rodilla.


               

                 

                

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