Grito al conductor del Volvo que se ha saltado el cruce y
por poco colisiona conmigo. Grito tan fuerte y hasta llego a perder los papeles
y es solo por el miedo y la angustia de llegar a casa y contar a Jaime que nos
han recortado la beca en el laboratorio y quizás después de Navidades me quede
sin empleo.
Dejo los
zapatos y el paraguas en la entrada de mi casa para no mojar el suelo y cuando
voy a colgar mi abrigo en el perchero veo que la gabardina de Jaime está colgada
también y chorrea formando un charco sobre el parqué. ¡Ya estoy en casa! Digo desde
el pasillo.
Es la
incertidumbre de la reacción de Jaime la que me hace sentir insegura y he
practicado en el coche la forma de decírselo para parecer convincente y así que
la firmeza de mis palabras compense el genio hirsuto de mi marido.
Mini,
nuestra gata, aparece alegremente de la nada y se restriega entre mis piernas. Acaricio
su cabeza y luego la cojo en mi regazo, a modo de escudo, cuando entro al
salón. Jaime está sentado en el sofá con una copa de coñac en la mesa casi
acabada, leyendo el Vademecum y con las gafas en la punta de la nariz.
Hola,
cariño, digo. Mini intenta zafarse de mis brazos y yo prefiero que siga
protegiéndome pero ella pega un salto y cae sigilosamente sobre la alfombra. ¿Qué
tal el día? Le digo y me acerco y le doy un beso en la cabeza porque él no ha
levantado la mirada del libro.
Asiente y me pregunta: ¿Tú qué
tal?
Bueno, respondo, acercándome al
ventanal y viendo cómo caen las hojas amarillas de los árboles formando un
manto triste y melancólico en el jardín. El cielo blanco como un folio y los
pájaros hinchando sus plumas sobre las ramas para resguardarse del frío. He tenido
días mejores, termino diciendo.
Él bebe de su copa y suspira y
deja su libro sobre la mesita y luego estira sus brazos y sus piernas y dice
que podría preparar algo de almuerzo. Con un vinito no estaría mal, termina
diciendo ahora él.
Claro, cariño, digo frotándome
las manos y llamando a la gata para que me siga hasta la cocina. Prefiero tener
el escudo cerca.
En la cocina sirvo dos copas de
vino. Me bebo una de un trago y vuelvo a llenarla y agradezco el cálido placer al
caer por mi garganta. Luego la mejillas son las que se calientan y decido
tomarme otra copa y volver a llenarla. Pelo diez nueces y corto un par de
trocitos de la tarta de manzana que hizo la madre de Jaime el fin de semana.
¿Así está bien? Pregunto con una
sonrisa forzada mientras deposito la bandeja con el vino y la comida en la
mesita. Aparto a Mini que intenta beberse el vino. Agarro mi copa con las dos
manos, como si las tuviera heladas y sujetase un cuenco de sopa caliente. Después
me siento en la punta del sofá, con las rodillas juntas y miro a Jaime buscando
una reacción, una señal que me indique que está relajado y sea el momento oportuno
de iniciar mi discurso, como si me acabaran de dar un premio y tuviera que
agradecerlo delante de una cámara para millones de personas. Solo que en este
caso, no es un premio.
Jaime sigue leyendo su libro de
medicina y agarra unas nueces sin levantar la mirada del libro y las engulle
glotonamente. Luego da un pequeño sorbo al vino. Por encima de sus gafas veo
que sus ojos me miran.
¿Te pasa algo? Me pregunta.
Pues la verdad es que sí,
carraspeo. Tengo una mala noticia.
Por mi cabeza pasan imágenes en
ese preciso momento: nuestro pequeño Tim, todavía esperando en la guardería a
que lo vayamos a recoger. La imagen de una montaña nevada, blanca, un pico
rocoso alzándose en el ampuloso cielo invernal y un pajarillo azul revoloteando
ingenuo de la grandeza mastodóntica de la montaña. Una playa en agosto. Una mano
andrógina que se acerca para acariciar mi pelo. Mi padre. Mi hermano. La sonrisa
de mi sobrina Clara cuando me ve llegar. La vez que hice limonada para la
barbacoa de los domingos y todo el mundo diciéndome lo rica y fresca que
estaba. Las mañanas de domingo al despertar después de pasar la noche haciendo
el amor con Jaime. Los días de lunes despertando de la misma manera. Las vacaciones
en Paraguay. Los libros de Alessandro Baricco. El sabor del vino. La noche de
juerga con las chicas que acabó en comisaría. Las veladas cenando en
restaurantes por nuestro aniversario. El accidente de coche. La muerte de mi
hermana mayor. Aquella vez que nos atracaron volviendo en metro del cine. Cuando
Jaime no me escucha. Cuando me hace sentir estúpida. Cuando me miente solo para
llevar razón. Cuando se inventa cosas delante de nuestros amigos para dejarme
mal. Cuando miente a nuestros amigos. Cuando me grita. Cuando se ríe de mí. Cuando
me regaña por perderle su camisa de las reuniones. Cuando me echa de su
despacho. Cuando mira a otras chicas más jóvenes.
Estoy
en el cuarto de baño, llorando. Y Mini ronronea a mi lado, lamiendo una
pequeña, muy pequeña, casi insignificante herida que tengo en la rodilla.
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