Llevo a Tim al cumpleaños del pequeño Diego, su amigo del
colegio, y lo hago solo porque Samantha tiene reunión hasta tarde y yo, bueno,
no me ha quedado otra.
Mi hijo
cacharrea en su iPad porque está enganchadísimo a un juego en el que él es un
cazador de dinosaurios y acumula riquezas y crea museos por todo el mundo. La
visión de su cara iluminada por la luz del iPad es fantasmagórica.
-¿Has
cazado ya al Rex, chaval? –digo, mirándolo a través del espejo retrovisor.
Él niega
con la cabeza sin apartar la mirada de la pantalla. Luego hago otro intento por
sacar una conversación con Tim, pero este hace caso omiso de lo que le digo.
Cuando llegamos
a la casa del cumpleaños, tengo que dar unos empujoncitos a Tim en la espalda
para que se acerque a sus amigos y él, tímidamente, se acerca a un grupo de
unos cinco niños que le miran extraño cuando mi hijo llega a su altura y uno de
los pequeños diablillos le pregunta si es un iPad y Tim asiente con la cabeza y
otro de ellos saca un teléfono móvil y pone música rap mientras otro imita ser
un rapero negro aunque es blanco y es tan rubio como un rayo de sol y varios
ríen y me ha parecido ver una semisonrisa en la cara de Tim. Alguien me llama y
me despista y entre el barullo diviso una mano alzada: es P, el padre del
pequeño Diego.
Me abro
paso entre la gente, cruzo un ancho pasillo con fotos familiares, un doberman
pasa a mi lado y me parece que me guiña un ojo y llego hasta el grupo de los
tipos con quien está hablando P. A uno de ellos me parece conocerlo de verle
en las noticias: un alcalde imputado por blanqueo de dinero. Cuando P me lo
presenta intento no tocarle la mano demasiado.
-¿Cómo
te va? –me pregunta P dándome una cariñosa palmadita en la espalda a modo de
colegueo. Me he quitado la corbata y la he dejado en el coche para no parecer
presuntuoso, pero aquí todo el mundo va de traje.
-No me
puedo quejar –digo-. ¿Vosotros qué tal?
-Estábamos
escuchando a Rafael, que es arquitecto, y nos estaba explicando qué clase de
reforma podríamos hacer en el jardín.
El tal
Rafael no para de hablar y de dejar claro qué edificios ha construido dentro y
fuera del país y a mí me aburren tanto las conversaciones sobre trabajo que
hago que me llaman al móvil y me alejo unos metros y llego hasta una mesa y me
sirvo una copa de vino. Doy un gran sorbo y alguien que se me ha acercado por
detrás me dice “eres más listo que yo; llevo intentando deshacerme de ellos más
de veinte minutos” y cuando giro la cabeza es P y me pide que lo acompañe a la
parte de atrás.
Es una
lugar bastante grande. Y la parte de atrás de la casa es más acogedora que la
de delante; como más íntima. Solo hay un par de chicos jugando en una fuente
con forma de flamenco y P los regaña y se van y nos quedamos solos. Andamos hacia
un par de sillas de mimbre bajo un cerezo y P empieza a liarse un canuto.
-Necesitaba
desconectar, Tío –me dice mientras enciende el canuto-. Esta mañana he hecho
una operación de amígdalas y después de la comida he extirpado un tumor de una
nariz. Estoy agotado.
Me pongo
algo nervioso y P me pasa el porro y exhalo el humo y luego bebo vino. Me mareo.
El doberman aparece por una esquina y se sienta a nuestra vera. P lo acaricia y
el perro cierra los ojos de gusto.
Un avión
militar cruza el cielo. El doberman ladra furioso al avión. Tranquilo, le dice
P. El perro se calma. Doy otra calada y se lo paso a P. P fuma y me dice que
tiene una amante y que tienen que dar ansiolíticos al pequeño Diego porque es
hiperactivo. Toso y me revuelvo en mi silla. Luego cambia de tema y pregunta si
me gusta el vino. Le digo que sí. Es un Petrvs, me dice. Ahm, digo yo, mirando
la copa.
Está anocheciendo y la marihuana
está haciendo su efecto.
-¿Mamá, por qué papá es negro, tú
blanca y yo soy chino? –P está contándome un chiste-. Con lo que pasó esa
noche, hijo mío, da gracias que no ladres.
Nos reímos tanto que el perro
empieza a ladrarnos. Pero cuando nos
damos cuenta el perro no nos ladra a nosotros, sino al cielo. Ha anochecido,
pero el cielo se ha teñido de una luz purpúrea bastante extraña.
-Creo que hemos bebido demasiado –comenta
P incorporándose de su silla y apurando su copa de vino y mirando al cielo con
desconfianza.
Mientras yo hago fotos con mi
móvil al cielo, unos chicos aparecen corriendo gritando que hay una nave
espacial en la parte de delante. P ríe, pero luego me acuerdo de Tim y P lo ve
en mi cara y se preocupa porque el suelo ha temblado y P dice “un terremoto” y
salimos corriendo atravesando la casa en dirección a la parte delantera.
El suelo vuelve a temblar y las
luces del salón se pagan y yo enciendo la linterna del móvil y llamo a Tim. La gente
está muy nerviosa y caen algunos vasos al suelo. Los niños lloran y esta vez no
solo tiembla el suelo sino toda la casa y yo intento abrirme paso hacia el
jardín y vuelvo a llamar a Tim y aunque es de noche, por las ventanas parece de
día. Rafael, el arquitecto, está llorando de miedo en un rincón y mi teléfono
móvil empieza a sonar. Es Samantha, y me pregunta con voz nerviosa “¿lo estás
viendo?”. Justo cuando me pregunta esto
estoy en el quicio de la puerta de la entrada y me cruzo con una veintena de
personas que luchan por introducirse en la casa en dirección contraria a la
mía. Cuando pongo un pie fuera, no doy crédito a lo que veo.
Un artefacto gigantesco, como un
campo de fútbol, flota sobre la casa y la urbanización en general,
desprendiendo una luz púrpura y un
zumbido que hace que las hojas de los árboles se precipiten al suelo. Grito TIIIIIIIIIIIIIIIIIIMMM,
pero mi voz no se oye entre los gritos de la gente. Corro por el jardín
asustado y encuentro el iPad de Tim en el suelo. Lo cojo y veo que mi hijo ha
estado haciendo fotos al artefacto. Este emite un zumbido, ahora tan fuerte que
me hace caer al suelo.
-¡Papa! -es Tim justo a mi lado, y me ayuda a levantarme.
-¡Tim! –lo abrazo y lo levanto y
salgo corriendo con él en brazos hacia el coche. Pero otro zumbido hace que
todos los coches se eleven y, como por una fuerza extraña, quedan suspendidos a
unos veinte metros del suelo.
Luego corro hacia la casa, aunque
sé que no es muy seguro.
Tim tiene tanto miedo que va
abrazado a mí con la cara hundida en mi hombro. Tranquilo, le digo. Todo va a
salir bien.
Samantha vuelve a llamarme al
móvil. Pero no oigo nada. El móvil deja de funcionar. El perro de P está en el
jardín ladrando al maldito artefacto. Este lanza un rayo verde hacia el perro y
lo fulmina. Lo hace desaparecer. Yo tapo los ojos de Tim. El pequeño Diego
llora al ver lo que le han hecho a su pobre perro. Somos como unas cien
personas encerradas en el salón. A nadie se le ha ocurrido apagar la música y
George Michael canta Faith. P se me acerca por detrás y me pregunta si
estamos bien. A través del ventanal vemos cómo la nave lanza rayos a las casas,
convirtiéndolas en polvo. Abrazo tan fuerte a mi hijo que noto sus costillitas
en mis brazos. Cierro los ojos y me alegro de haber traído a mi hijo a la
fiesta de cumpleaños del pequeño Diego. Me alegro mucho de no estar encerrado
en mi despacho. Me alegro tanto que sonrío de felicidad.