domingo, 19 de octubre de 2014

La casa del árbol

Aquella chica llevaba un sombrero norteño blanco que protegía su rostro del ardiente sol de una mañana de un martes en Junio. Una camisa bastante sexy de cuadros blancos y rojos anudada en el ombligo en un vientre plano y moreno se ceñía a su delgado cuerpo como un guante. Los vaqueros, de un azul desgastado, abrazaban elásticamente a sus turgentes piernas marcando a la perfección la forma de sus glúteos al andar como si de su propia piel se tratase. Unas botas de piel de cocodrilo traqueteaban en el asfalto, marcando el ritmo de unas zancadas con autoridad, la una tras la otra, cruzando la avenida 8 hacia un salón de streeptease. Una figura concupiscente que llamó la atención de todos aquellos con quienes se cruzaba. La de todos, menos la mía. Yo no la vi, mientras conducía mi coche, a lo largo de la avenida 8, una mañana de Junio. Un martes.
 Si quieres empezar de cero, tienes que hacerlo desde el sentido estricto de la palabra. O al menos eso me repetía mientras cruzaba el océano Pacífico en un vuelo de más de ocho horas con dos escalas hacia Doscaminos, un valle en medio de un ampuloso bosque del mismo nombre, donde mi agente literario había encontrado muy competentemente una casa de madera, en el culo del mundo, oculta en aquel bosque, perfecta para esconderme y huir de todo y de todos.
 Durante el año que siguió al atropello, durante el juicio, lo único que se me pasaba por la cabeza entonces era: “Necesito largarme; o follar con alguien; o cogerme una buena borrachera.” La misma mañana en la que me llevé por delante con mi coche a Amanda (la chica del sombrero tejano y las botas de piel de cocodrilo) mi novia Jimena me abandonó. Llegué al apartamento donde vivíamos juntos sobre las siete de la madrugada después de una reunión con los que iban a ser mis editores internacionales en Europa y Estados Unidos; reunión que más tarde se convirtió en una fiesta para celebrar los contratos millonarios que habíamos firmado, en la azotea de Ángel Ariza, mi agente literario, que se alargó hasta altas horas de la madrugada. Un taxi me llevó hasta mi apartamento. Me recuerdo haciendo eses, descalzo para no hacer ruido, recorriendo el pasillo color miel del último piso del rascacielos donde vivía con Jimena. Abrí la puerta con cuidado, intentado ser sigiloso para no despertarla. Dejé los zapatos a un lado, cerré con sigilo, eché un vistazo en el dormitorio, donde Jimena dormía plácidamente desnuda sobre nuestra cama, con las sábanas a un lado. Luego me dirigí a la terraza del salón. Hacía una estupenda mañana de Junio; el sol empezaba a bañar los edificios y a colorear el cielo de un naranja cegador. Me puse las gafas de sol para protegerme de los destellos solares, de unas flechas ardientes que eran lanzadas desde aquella mole de fuego; y encendí un cigarrillo, acodado en la barandilla y disfrutando del clima y del momento. No sé cuánto tiempo pasó hasta que noté los brazos de Jimena abrazándome por la cintura y apoyando su cara en mi espalda. -¿Ha ido todo bien? –me preguntó, con una voz adormecida, como si fuera una niña pequeña que se acaba de despertar para ir al colegio. -Mhm –respondí. En ese momento me sentí demasiado borracho como para poder dar una respuesta mejor. Ella me soltó e hizo que me girase para mirarme. -¿Estás borracho, Bruno? Suspiré. Creo que sonreí con cara de idiota. Me vi reflejado en la hoja del ventanal que se encontraba frente a mí. En realidad mi aspecto era lamentable. Despeinado, con las gafas de sol torcidas, con varios botones desabrochados de mi camisa blanca que caía como una cascada por fuera de los pantalones. Ni rastro de la corbata. -Hemos estado celebrando… -¿Celebrando? –me interrumpió Jimena-. ¿Es ésta la vida que nos espera ahora que eres escritor? ¿Fiestas y más fiestas? -Escucha –dije y carraspeé. Jimena había retrocedido un par de metros y me escuchaba con los brazos cruzados, envuelta en una camiseta gris vieja, dejando que sus piernas reverberaran la luz del sol-. Ya tengo una madre, una madre maravillosa. No necesito otra más. No debí decir aquello, supongo. -Eres un puto crío –me dijo, negando con la cabeza y entrando en el apartamento a toda prisa, muy enfadada. -¡A lo mejor necesitas a un hombre! ¡Vete y busca un hombre de verdad! –grité. Después Jimena se marchó. Yo no sabía qué hacer, y cogí el coche cuatro horas más tarde, luego de haberme bebido una botella de vino, buscando a Jimena por la ciudad para pedirle perdón. Pasaba por delante de un salón de streeptease cuando atropellé a aquella chica, y murió de camino al hospital. Iba pensando en lo que le iba a decir a Jimena para que me perdonara, para que volviera a nuestra casa, intentado buscar excusas, razones para solucionar aquello. Y todo esto careció de importancia, mientras declaraba en una comisaría, llorando. Llorando como un puto crío.

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