sábado, 20 de diciembre de 2014

Chupasangre

Hace mucho tiempo que pienso que soy un vampiro. Pero no se lo he contado a nadie nunca, porque todo es más divertido cuando se guarda en secreto.
                Al hecho de que la luz del sol o incluso la de los faros de los coches me molesta tanto que me obliga a ir con gafas de sol tanto de día como de noche, se le suman ciertos detalles de mi vida diaria que me hace pensar que soy un espíritu del mal. Un no muerto. Un chupasangre. Un jodido vampiro.
                Hace unas semanas, pasando el día en la playa con Paloma, mientras esta me practicaba una felación sumergida en el agua, empecé a notar cómo mi piel comenzaba a calentarse hasta el punto de salirme un liviano humo grisáceo de los hombros y tener que pedir a Paloma que parase y salir a ponerme bajo una sombrilla hecha con hojas de palmera. Me pasé el día oliendo a costillas a la barbacoa.
                Hará un par de fines de semana, en una fiesta de cumpleaños de una chica que se llama Fátima, una modelo me estaba dando el coñazo contándome que tiene un grupo de música de chicas y que han tocado junto a The Strokes  en un festival de invierno y yo, con una mano apoyada en la pared y sujetando un margarita con la otra y la cabeza mirando al suelo, tuve que reprimir mis ansias de devorar a la chica y de hacerla pedazos y después beberme toda su sangre. Se me antojaba apetitosa su yugular y luego, mientras Fátima me la chupaba en su cuarto de baño, me dijo que (no recuerdo su nombre) se había enamorado de mí y que quería tener una cita conmigo. Yo lo achaqué a mi poder de seducción y mi mirada hipnotizadora, propia de un hijo de Satanás.
                El último detalle tuvo lugar hace un par de días, cuando mi joven y sexy dentista tuvo que matarme el nervio de un colmillo ya que una caries hambrienta me estaba comiendo por dentro. Al sacarme mi apreciado colmillo me dijo que nunca había visto algo igual. ¡Un colmillo de tres centímetros! me dijo. Vuelve a colocarlo en su lugar, dije yo. Y luego se levantó su falda y se sentó sobre mí y empezamos a follar.

                Ahora camino entre las hojas por el parque bajo el frío otoñal y el viento hace aletear mi gabán negro mientras el sol se oculta tras los edificios.  Me paso la vida reprimiendo mis sentimientos y en un momento u otro tendré que estallar. 

sábado, 13 de diciembre de 2014

Cuento de Navidad

Desde la carretera por la que viajamos Cris y yo divisamos una cordillera montañosa cubierta de nieve y desdibujada por un gaseoso manto de niebla. El cielo blanco y los cipreses firmes, vigilantes. La radio imposible de sintonizar, así que Massive Attack repiten una y otra vez las mismas canciones hasta que nos adentramos en el bosque por un camino zigzagueante y prácticamente intransitable.
                Entramos en la casa, maletas en mano, y un olor acogedor nos recibe. Mientras dejamos las cosas sobre una alfombra gruesa y peluda, busco los interruptores de la luz. La madera cruje bajo mis pasos. Cris recorre las cortinas y la luz blanca del invierno ilumina la casa.  Se queda mirando al exterior. Hay un nido de pájaro bajo el canalón, me dice. Me acerco y la abrazo por detrás mientras observamos el paisaje. Un manto de nieve blanca posado sobre los árboles y la hierba cristalizada. Voy a encender la chimenea, digo. Nos besamos.
                Hay un aparato viejo de tocadiscos y le digo a Cris que podríamos haber traído algún disco. Luego ella conecta su iPhone a los altavoces y vuelve a poner canciones de Massive Attack. Podrías preparar un par de copas mientras preparamos la cena, me dice. El calor de la chimenea ha caldeado la casa.
                Mientras Cris ultima los detalles, yo subo y me doy una ducha para despejarme. En el cuarto de baño hay una ventanita pequeña que da a la parte de atrás de la casa. Los cipreses irguiéndose hasta el final de la vista y los pájaros huyen del frío a resguardarse entre las ramas. Un cervatillo se acerca hasta el camino de la casa. Luego mueve una oreja en dirección a algo que ha escuchado y sale corriendo, perdiéndose entre la maleza. Estoy desnudo y sufro una erección. Limpio la humedad del espejo con la mano para poder afeitarme. Abajo, Cris canturrea y oigo el sonido de los platos y los vasos y un montón de nieve cae desde el tejado, precipitándose al vació. Luego, en nuestro dormitorio, que huele a madera y hace frío, piso la alfombra blanda y suave mientras busco en la maleta, que está sobre la cama, unos calcetines y veo que Cris ha traído la foto de Tim y me entristezco porque dijo que no la traería y luego pienso en lo cariñosa que era Cris justo antes de la muerte de Tim y de lo mucho que sonreía cuando jugábamos con la nieve y todos los planes que se truncaron en aquel hospital hace ya un año y un día. Me masturbo y bajo al salón en tejanos y con un jersey navideño con un muñeco de nieve gigante.

La sopa estaba demasiado aguada para mi gusto pero el redondo de ternera le ha salido maravillosamente a Cris, en su punto. Tus canapés de salmón tampoco estaban mal, me dice sirviendo otro par de copas de vino. Nos hemos quedado cortos de vino, apunta, apurando la última gota. En la planta de abajo hay una bodega y tiene buena pinta, digo yo. Genial, dice ella.
                El sol ha caído, o eso creemos porque no lo hemos visto en todo el día; tan solo su luz, el rastro de un dios escondido tras las montañas. Yo echo más leña a la chimenea y hemos acercado un par de butacas para sentarnos al calor. La luz anaranjada del fuego nos crea una sensación agradable y de serenidad. Me fijo en que la casa entera está decorada con adornos navideños cubiertos de polvo. Es tétrico a la vez que acogedor, dice Cris. Luego su mirada se pierde en un punto abstracto de la pared. Los ojos abiertos como perdidos en el infinito, alejándose cada vez más y más de la realidad otra vez. Una lágrima cae por su mejilla. Ahora podríamos estar aquí los tres, dice, y seríamos felices. Poco a poco volveremos a serlo, digo yo, rozándola con miedo la rodilla con la punta de mis dedos. No te engañes, me dice, nunca volverá a ser como antes. Sigo acariciando su pierna para sentirla a mi lado, para unirme a ella, para que nuestras células se entrecrucen. Pero ella está fría, bebe de su copa y aparta la mirada de la pared y se centra en el fuego. La casa es preciosa, digo para sacarla de su embeleso. Ella asiente, iluminada por la luz tenebrosa de la chimenea.

                Bajo a la vetusta bodega a por otra botella de vino iluminado con la nimia luz del mechero. Agarro una polvorienta botella y subo de nuevo al salón. Sigur Ros cantando Starálfur inundan lánguidamente el salón y Cris baila sinuosamente sobre la alfombra, a cámara lenta y con el pelo sobre la cara mientras sujeta su copa vacía en una mano y tararea "el egoísmo y la maldad acabarán con este mundo...". Efectivamente está llorando y lleno de vino su copa y me siento frente a ella en un sillón y bebo directamente de la botella. Cris mira al techo, aunque tiene los ojos cerrados y las lágrimas resbalan por su mejilla. Tras ella, la ventana oscura que da al exterior con los cristales bordeados de humedad que es casi hielo. Unas bolas de navidad de un rojo pálido colgando del marco acumulando polvo y la madera crujiendo como un león viejo y derrotado. El salón solamente iluminado por el fuego parece moverse al ritmo de las llamas. Las sombras danzando de un lado para el otro y Cris cayendo cada vez más y más en su tristeza. La foto de nuestro hijo arrugada con pena en su mano. El sillón donde estoy está cubierto por guirnaldas de Navidad. Cris se me acerca para coger la botella de vino y rellena su copa. Luego cae derrotada sobre la alfombra. La foto de Tim vuela hasta  las tablas del suelo. Me levanto con dificultad pasando por encima de Cris que está inconsciente, durmiendo. Agarro la foto y me acerco a la chimenea sin un paso demasiado firme. Miro por última vez la cara de mi hijo que sonríe ingenuamente a la cámara. Luego muerdo mi labio inferior con tanta fuerza que la boca me sabe a sangre. Sangre mezclada con vino y lágrimas. Y arrojo la foto al fuego que acaba con ella enseguida. Un humo blanco, un débil humo blanco se retuerce en el aire y desaparece. El recuerdo efímero de mi hijo. Me dejo caer de rodillas sobre el suelo y después arrojo mi jersey del muñeco de nieve también a la chimenea. Esto revive el fuego y el salón vuelve a iluminarse de un rojo intenso. La música ha acabado y una corriente gélida proveniente de la parte alta de la chimenea agita los adornos de Navidad y el polvo cae, como nieve triste pululando en el espacio exterior. Cae el polvo sobre mí, sobre Cris, sobre la alfombra, la mesa, las sobras de la cena. Todo se llena de polvo, todo envejeciendo. Todo callado. Todo dormido. Todo oscuro y el polvo precipitándose suavemente sobre nosotros dos. Sobre el recuerdo. Sobre nuestras lágrimas. El fuego vigoroso y el sonido de montones de nieve cayendo del tejado. Feliz navidad, digo, cubierto de polvo. Feliz navidad, Cris, digo, cerrando los ojos. Feliz navidad, pequeño, digo. Feliz navidad a todos. 

sábado, 6 de diciembre de 2014

El sonido de las flechas

Las hogueras iluminaban la playa. La música se mezclaba con el sonido redundante del mar. Era la última noche y yo tenía la impresión de que éramos unos críos que una vez soñaron que eran felices. Me levanté, sacudí la arena de mi pantalón, me descalcé y me adentré hasta las rodillas en una mole de agua oscura y fresca. Fue donde me di cuenta de que todo acababa, y que con un poco de suerte esa noche duraría para siempre. Esa playa, esa noche, ese mar, eran la frontera entre la perfección y la trivialidad.  Al día siguiente volveríamos a la realidad. Se zanjaba el verano y con él uno de nuestros futuros recuerdos más maravillosos. Allí en el agua empecé a echar de menos ese lugar incluso antes de haberme ido. Fue entonces cuando llegó Adri (un nombre precioso para una chica). Me preguntó si iba algo borracho y yo asentí. Me ofreció de su vino y le di un gran trago.  No sabía muy bien qué hacía allí conmigo. Se había alejado del grupo y se había metido en el agua para acompañarme. Me agarró por el brazo y me dijo que iba a añorar todo aquello. Volví a asentir, di otro trago al vino y se lo devolví. Vi que su mano temblaba de frío. Me di media vuelta y salí a la orilla. Adri me siguió.  Según me acercaba al margen del mar, percibía cómo me alejaba de todo. La arena estaba suave y fresca.  ¡Dios, cómo iba a echar de menos todo aquello! Comenzaron a estallar fuegos artificiales. Palmeras gigantes de colores y serpenteantes estelas de fuego.
            Repantingados en la arena, me lié un canuto. Ella invadió mi espacio y allí sentados comenzamos a observar el iracundo cielo negro. Confundiendo las estrellas con los fuegos artificiales. Hablando de la inexorable noche cabalgando sobre nosotros, de la eternidad, del inefable sentimiento del amor. Había echado demasiada marihuana en el porro.
            Ella dijo que sentía el frío de la despedida, del final, de la razón de estar allí en ese momento. Y porque la noche era fría, como un corazón estival que deja de latir para dar paso al invierno. Estiré mis brazos para poder sentir fluir la sangre. Ella se dejó caer, apoyó su cabeza en mis piernas. Acaricié su oscuro pelo. Besé su sien. Repítelo, por favor. Y eso hice. Ella agarró mi mano y la utilizó a modo de almohada. Sentí entonces lo que deben sentir las personas que creen en dios. La sensación de ser repatriado a la naturaleza humana. La noche, el mar: hieráticos símbolos del placer.
            Me deshice del jersey que llevaba puesto y lo eché por encima de los hombros de Adri. Ronroneó como un gato. Ya no sé quién me puso más vino en mi mano y más marihuana en mi boca. El caso es que todo empezó a dar vueltas.
            Adriana estaba de pie bailando y yo tuve que hacer varios intentos para llegar hasta donde estaba ella, de una manera tragicómica sostuve mi copa de vino sin derramar ni una gota. Nació un ligero viento de la nada que dibujó espirales de arena en la atmósfera que se sostenía entre nosotros. La piel fresca de la gente me rozaba y me hacía sentir que estaba allí mismo. En ese preciso lugar y ese preciso instante. Erasure cantando A Little Respect. Me acerqué a Adri y bailé junto a ella. Ella sudaba y sonreía. Olía a rosas frescas. Alzamos los brazos y el fresco y juguetón vientecillo nos hizo sentir libres.
            Intenté besarla. Ella apartó su cara y acarició mi mejilla negando. Luego volví a intentarlo y ella retrocedió. Se escabulló entre la gente y yo la seguí con la mirada. Luego me acerqué y la agarré de la mano. Lo siento dije, y ella me besó en la mejilla. De la mano la llevé lejos del sonido y la gente. En la oscuridad podía oír su excitada respiración y me dijo que tenía sed. Volví a intentar besarla y ella se dejó caer en el suelo, rendida y yo puse el peso de mi cuerpo sobre el suyo y ella intentó apartarme con sus débiles brazos. Besé su cuello, su mentón, su boca. Ella permanecía callada. Cerrando los ojos, haciendo fuerzas para alejarme de allí; para que yo no existiera. Entonces introduje mi mano entre sus piernas y noté el calor. Ella las cerró, pero ya era tarde. Podía palpar cada rincón. Cada suave ladera. Ella emitió un gemido, no era de placer, era el esfuerzo por huir. Por desaparecer de allí. Babeé su cara, restregué mi cuerpo con el suyo. La humedad. El infierno. Mis ojos buscando los suyos y ella empezando a llorar. Su rodilla en mi estómago. Mi respiración se cortó. La debilidad me agarró por el cuello y me hizo caer de espaldas sobre la arena. Ella salió corriendo.
            El sol me despertó. Mastiqué arena. La noche había dado paso al día y la magia dijo que todo había acabado. El silencio de las olas llegando a su destino. Las gaviotas. El maldito mar. Yo, con un extraño sabor de boca. Con resaca. Con un jersey menos y con un recuerdo demasiado agradable de todo aquello.