miércoles, 29 de octubre de 2014

El haz de luz

Llevo a Tim al cumpleaños del pequeño Diego, su amigo del colegio, y lo hago solo porque Samantha tiene reunión hasta tarde y yo, bueno, no me ha quedado otra.
                Mi hijo cacharrea en su iPad porque está enganchadísimo a un juego en el que él es un cazador de dinosaurios y acumula riquezas y crea museos por todo el mundo. La visión de su cara iluminada por la luz del iPad es fantasmagórica.
                -¿Has cazado ya al Rex, chaval? –digo, mirándolo a través del espejo retrovisor.
                Él niega con la cabeza sin apartar la mirada de la pantalla. Luego hago otro intento por sacar una conversación con Tim, pero este hace caso omiso de lo que le digo.
                Cuando llegamos a la casa del cumpleaños, tengo que dar unos empujoncitos a Tim en la espalda para que se acerque a sus amigos y él, tímidamente, se acerca a un grupo de unos cinco niños que le miran extraño cuando mi hijo llega a su altura y uno de los pequeños diablillos le pregunta si es un iPad y Tim asiente con la cabeza y otro de ellos saca un teléfono móvil y pone música rap mientras otro imita ser un rapero negro aunque es blanco y es tan rubio como un rayo de sol y varios ríen y me ha parecido ver una semisonrisa en la cara de Tim. Alguien me llama y me despista y entre el barullo diviso una mano alzada: es P, el padre del pequeño Diego.
                Me abro paso entre la gente, cruzo un ancho pasillo con fotos familiares, un doberman pasa a mi lado y me parece que me guiña un ojo y llego hasta el grupo de los tipos con quien está hablando P. A uno de ellos me parece conocerlo de verle en las noticias: un alcalde imputado por blanqueo de dinero. Cuando P me lo presenta intento no tocarle la mano demasiado.
                -¿Cómo te va? –me pregunta P dándome una cariñosa palmadita en la espalda a modo de colegueo. Me he quitado la corbata y la he dejado en el coche para no parecer presuntuoso, pero aquí todo el mundo va de traje.
                -No me puedo quejar –digo-. ¿Vosotros qué tal?
                -Estábamos escuchando a Rafael, que es arquitecto, y nos estaba explicando qué clase de reforma podríamos hacer en el jardín.
                El tal Rafael no para de hablar y de dejar claro qué edificios ha construido dentro y fuera del país y a mí me aburren tanto las conversaciones sobre trabajo que hago que me llaman al móvil y me alejo unos metros y llego hasta una mesa y me sirvo una copa de vino. Doy un gran sorbo y alguien que se me ha acercado por detrás me dice “eres más listo que yo; llevo intentando deshacerme de ellos más de veinte minutos” y cuando giro la cabeza es P y me pide que lo acompañe a la parte de atrás.
                Es una lugar bastante grande. Y la parte de atrás de la casa es más acogedora que la de delante; como más íntima. Solo hay un par de chicos jugando en una fuente con forma de flamenco y P los regaña y se van y nos quedamos solos. Andamos hacia un par de sillas de mimbre bajo un cerezo y P empieza a liarse un canuto.
                -Necesitaba desconectar, Tío –me dice mientras enciende el canuto-. Esta mañana he hecho una operación de amígdalas y después de la comida he extirpado un tumor de una nariz. Estoy agotado.
                Me pongo algo nervioso y P me pasa el porro y exhalo el humo y luego bebo vino. Me mareo. El doberman aparece por una esquina y se sienta a nuestra vera. P lo acaricia y el perro cierra los ojos de gusto.
                Un avión militar cruza el cielo. El doberman ladra furioso al avión. Tranquilo, le dice P. El perro se calma. Doy otra calada y se lo paso a P. P fuma y me dice que tiene una amante y que tienen que dar ansiolíticos al pequeño Diego porque es hiperactivo. Toso y me revuelvo en mi silla. Luego cambia de tema y pregunta si me gusta el vino. Le digo que sí. Es un Petrvs, me dice. Ahm, digo yo, mirando la copa.
Está anocheciendo y la marihuana está haciendo su efecto.
-¿Mamá, por qué papá es negro, tú blanca y yo soy chino? –P está contándome un chiste-. Con lo que pasó esa noche, hijo mío, da gracias que no ladres.
Nos reímos tanto que el perro empieza  a ladrarnos. Pero cuando nos damos cuenta el perro no nos ladra a nosotros, sino al cielo. Ha anochecido, pero el cielo se ha teñido de una luz purpúrea bastante extraña.
-Creo que hemos bebido demasiado –comenta P incorporándose de su silla y apurando su copa de vino y mirando al cielo con desconfianza.
Mientras yo hago fotos con mi móvil al cielo, unos chicos aparecen corriendo gritando que hay una nave espacial en la parte de delante. P ríe, pero luego me acuerdo de Tim y P lo ve en mi cara y se preocupa porque el suelo ha temblado y P dice “un terremoto” y salimos corriendo atravesando la casa en dirección a la parte delantera.
El suelo vuelve a temblar y las luces del salón se pagan y yo enciendo la linterna del móvil y llamo a Tim. La gente está muy nerviosa y caen algunos vasos al suelo. Los niños lloran y esta vez no solo tiembla el suelo sino toda la casa y yo intento abrirme paso hacia el jardín y vuelvo a llamar a Tim y aunque es de noche, por las ventanas parece de día. Rafael, el arquitecto, está llorando de miedo en un rincón y mi teléfono móvil empieza a sonar. Es Samantha, y me pregunta con voz nerviosa “¿lo estás viendo?”.  Justo cuando me pregunta esto estoy en el quicio de la puerta de la entrada y me cruzo con una veintena de personas que luchan por introducirse en la casa en dirección contraria a la mía. Cuando pongo un pie fuera, no doy crédito a lo que veo.
Un artefacto gigantesco, como un campo de fútbol, flota sobre la casa y la urbanización en general, desprendiendo una luz púrpura  y un zumbido que hace que las hojas de los árboles se precipiten al suelo. Grito TIIIIIIIIIIIIIIIIIIMMM, pero mi voz no se oye entre los gritos de la gente. Corro por el jardín asustado y encuentro el iPad de Tim en el suelo. Lo cojo y veo que mi hijo ha estado haciendo fotos al artefacto. Este emite un zumbido, ahora tan fuerte que me hace caer al suelo.
-¡Papa!                -es Tim justo a mi lado, y me ayuda a levantarme.
-¡Tim! –lo abrazo y lo levanto y salgo corriendo con él en brazos hacia el coche. Pero otro zumbido hace que todos los coches se eleven y, como por una fuerza extraña, quedan suspendidos a unos veinte metros del suelo.
Luego corro hacia la casa, aunque sé que no es muy seguro.
Tim tiene tanto miedo que va abrazado a mí con la cara hundida en mi hombro. Tranquilo, le digo. Todo va a salir bien.
Samantha vuelve a llamarme al móvil. Pero no oigo nada. El móvil deja de funcionar. El perro de P está en el jardín ladrando al maldito artefacto. Este lanza un rayo verde hacia el perro y lo fulmina. Lo hace desaparecer. Yo tapo los ojos de Tim. El pequeño Diego llora al ver lo que le han hecho a su pobre perro. Somos como unas cien personas encerradas en el salón. A nadie se le ha ocurrido apagar la música y George Michael canta Faith. P se me acerca por detrás y me pregunta si estamos bien. A través del ventanal vemos cómo la nave lanza rayos a las casas, convirtiéndolas en polvo. Abrazo tan fuerte a mi hijo que noto sus costillitas en mis brazos. Cierro los ojos y me alegro de haber traído a mi hijo a la fiesta de cumpleaños del pequeño Diego. Me alegro mucho de no estar encerrado en mi despacho. Me alegro tanto que sonrío de felicidad.
               

                 


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