sábado, 3 de enero de 2015

Año nuevo

El ambiente está tan cargado que necesitas tomar el aire. Así que te cubres con la sábana y te diriges hacia la ventana al mismo tiempo que enciendes un cigarro. La ventana, abierta de par en par, te permite sentarte en el alfeizar y disfrutar de las vistas. Al fondo supones que está el océano, oculto tras el manto de la noche, y los reflejos de la luna ondean en la superficie, como un destello fantasmagórico del universo. Las palmeras, aunque te parecen de mentira, de plástico, le dan un toque exótico al paisaje.
                Alicia se acerca a ti, desnuda, tan sólo con unas botas de piel estilo cowboy, y te ofrece un vaso de JB con hielo. Ella huele a sexo y parece bastante ebria. Después caes en la cuenta de que tú también estás borracho e intentas hacer una lista mental de todo lo que has bebido y tomado esta noche. Pero desistes pues tu cerebro está en otro lugar y tampoco es el momento.
                -¿Estás mejor? –te pregunta la chica dulcemente, y descubres un cierto acento del sur.
                -Sí. Sólo me he mareado un poco.
                Cuando Alicia te quita el cigarro de la boca para darle unas caladas, te sientes como arrastrado hacia el pasado, en un viaje a través del tiempo, hasta esta misma tarde, cuando Ángel se preparaba unas líneas de cocaína sobre el mueble bar de tu habitación y tú pasabas el rato sentado en el sofá con los pies sobre la mesita de cristal y siguiendo, despreocupado, un programa de La ruleta de la fortuna. Un concursante ha ido diciendo las siguientes letras y ha acertado todas hasta resolver el panel: “La S de Susana; la Q de Quiero; la H de Hacerte; la V de Vibrar”. Y luego has colocado las palabras seguidas y te has dado cuenta de que había un mensaje oculto.
                Una ráfaga de aire fresco que se cuela por la ventana te congela el sudor que resbala por tu espalda y te produce un escalofrío.
                -¿Te encuentras bien, Bruno? –te pregunta Alicia.
                -No sé.
                Intentas dar un sorbo del whisky pero una arcada te lo impide.
            Luego, para que tu estómago se asiente, has intentado pensar en otra cosa y has recordado el momento en el que  has conocido a Alicia, hace tan sólo unas horas, en una pub del paseo marítimo y ella te ha definido como “el madurito”. “Quiero irme con el madurito” ha dicho para ser exactos. Después has intentado hacer un cálculo mental de la edad de Alicia y crees que ella puede ser bastante joven, pero no estás de acuerdo con que tú seas “un madurito”. Pero no te importa demasiado porque ella te ha elegido a ti, y no a Ángel, y habéis venido a la habitación de tu hotel en un taxi, te ha invitado a cocaína y te ha hecho bastantes guarrerías en la cama, y en el cuarto de baño, y sobre la alfombra de pelo violeta junto al mueble bar, y luego de nuevo en la cama.
                -¿Eres Bruno Bravo, verdad? –La chica sigue fumando de tu cigarro y te reconoce-. El tipo de la tele.
                Te aclaras la garganta e intentas aparentar sobriedad.
           -No –dices, y tomas aire-. Mucha gente me confunde con él. Yo me llamo Nicolás. Nicolás Sarkozy.
                -Creo recordar que me has dicho que te llamabas Bruno…
                -Creo que has bebido demasiado –respondes para salir del atolladero y miras con ojos ansiosos el cigarro que Alicia se lleva con dos dedos a los labios. Unos labios muy sexys, por cierto. Y bajas la mirada hacia los pechos desnudos de la chica, y te mareas.
                Amanece mientras fumáis mariguana desnudos en la cama. No sabes cuánto tiempo ha pasado, pero sabes reconocer las cosas buenas de la vida. Llamas a tu madre y la felicitas el año nuevo. Luego llamas a Rebeca y preguntas por los niños. Luego, Alicia te la chupa mientras tarareas 24 Hours de Sky Ferreira. Luego llamas a Ángel y le pides perdón. Te quedas sin batería justo en el momento en el que te corres y una brisa oceánica entra por la terraza agitando con suavidad las blancas cortinas. Alicia, con restos de semen en sus labios, te besa en la boca y dice: Feliz año nuevo, Nicolás Sarkozy.

                

sábado, 20 de diciembre de 2014

Chupasangre

Hace mucho tiempo que pienso que soy un vampiro. Pero no se lo he contado a nadie nunca, porque todo es más divertido cuando se guarda en secreto.
                Al hecho de que la luz del sol o incluso la de los faros de los coches me molesta tanto que me obliga a ir con gafas de sol tanto de día como de noche, se le suman ciertos detalles de mi vida diaria que me hace pensar que soy un espíritu del mal. Un no muerto. Un chupasangre. Un jodido vampiro.
                Hace unas semanas, pasando el día en la playa con Paloma, mientras esta me practicaba una felación sumergida en el agua, empecé a notar cómo mi piel comenzaba a calentarse hasta el punto de salirme un liviano humo grisáceo de los hombros y tener que pedir a Paloma que parase y salir a ponerme bajo una sombrilla hecha con hojas de palmera. Me pasé el día oliendo a costillas a la barbacoa.
                Hará un par de fines de semana, en una fiesta de cumpleaños de una chica que se llama Fátima, una modelo me estaba dando el coñazo contándome que tiene un grupo de música de chicas y que han tocado junto a The Strokes  en un festival de invierno y yo, con una mano apoyada en la pared y sujetando un margarita con la otra y la cabeza mirando al suelo, tuve que reprimir mis ansias de devorar a la chica y de hacerla pedazos y después beberme toda su sangre. Se me antojaba apetitosa su yugular y luego, mientras Fátima me la chupaba en su cuarto de baño, me dijo que (no recuerdo su nombre) se había enamorado de mí y que quería tener una cita conmigo. Yo lo achaqué a mi poder de seducción y mi mirada hipnotizadora, propia de un hijo de Satanás.
                El último detalle tuvo lugar hace un par de días, cuando mi joven y sexy dentista tuvo que matarme el nervio de un colmillo ya que una caries hambrienta me estaba comiendo por dentro. Al sacarme mi apreciado colmillo me dijo que nunca había visto algo igual. ¡Un colmillo de tres centímetros! me dijo. Vuelve a colocarlo en su lugar, dije yo. Y luego se levantó su falda y se sentó sobre mí y empezamos a follar.

                Ahora camino entre las hojas por el parque bajo el frío otoñal y el viento hace aletear mi gabán negro mientras el sol se oculta tras los edificios.  Me paso la vida reprimiendo mis sentimientos y en un momento u otro tendré que estallar. 

sábado, 13 de diciembre de 2014

Cuento de Navidad

Desde la carretera por la que viajamos Cris y yo divisamos una cordillera montañosa cubierta de nieve y desdibujada por un gaseoso manto de niebla. El cielo blanco y los cipreses firmes, vigilantes. La radio imposible de sintonizar, así que Massive Attack repiten una y otra vez las mismas canciones hasta que nos adentramos en el bosque por un camino zigzagueante y prácticamente intransitable.
                Entramos en la casa, maletas en mano, y un olor acogedor nos recibe. Mientras dejamos las cosas sobre una alfombra gruesa y peluda, busco los interruptores de la luz. La madera cruje bajo mis pasos. Cris recorre las cortinas y la luz blanca del invierno ilumina la casa.  Se queda mirando al exterior. Hay un nido de pájaro bajo el canalón, me dice. Me acerco y la abrazo por detrás mientras observamos el paisaje. Un manto de nieve blanca posado sobre los árboles y la hierba cristalizada. Voy a encender la chimenea, digo. Nos besamos.
                Hay un aparato viejo de tocadiscos y le digo a Cris que podríamos haber traído algún disco. Luego ella conecta su iPhone a los altavoces y vuelve a poner canciones de Massive Attack. Podrías preparar un par de copas mientras preparamos la cena, me dice. El calor de la chimenea ha caldeado la casa.
                Mientras Cris ultima los detalles, yo subo y me doy una ducha para despejarme. En el cuarto de baño hay una ventanita pequeña que da a la parte de atrás de la casa. Los cipreses irguiéndose hasta el final de la vista y los pájaros huyen del frío a resguardarse entre las ramas. Un cervatillo se acerca hasta el camino de la casa. Luego mueve una oreja en dirección a algo que ha escuchado y sale corriendo, perdiéndose entre la maleza. Estoy desnudo y sufro una erección. Limpio la humedad del espejo con la mano para poder afeitarme. Abajo, Cris canturrea y oigo el sonido de los platos y los vasos y un montón de nieve cae desde el tejado, precipitándose al vació. Luego, en nuestro dormitorio, que huele a madera y hace frío, piso la alfombra blanda y suave mientras busco en la maleta, que está sobre la cama, unos calcetines y veo que Cris ha traído la foto de Tim y me entristezco porque dijo que no la traería y luego pienso en lo cariñosa que era Cris justo antes de la muerte de Tim y de lo mucho que sonreía cuando jugábamos con la nieve y todos los planes que se truncaron en aquel hospital hace ya un año y un día. Me masturbo y bajo al salón en tejanos y con un jersey navideño con un muñeco de nieve gigante.

La sopa estaba demasiado aguada para mi gusto pero el redondo de ternera le ha salido maravillosamente a Cris, en su punto. Tus canapés de salmón tampoco estaban mal, me dice sirviendo otro par de copas de vino. Nos hemos quedado cortos de vino, apunta, apurando la última gota. En la planta de abajo hay una bodega y tiene buena pinta, digo yo. Genial, dice ella.
                El sol ha caído, o eso creemos porque no lo hemos visto en todo el día; tan solo su luz, el rastro de un dios escondido tras las montañas. Yo echo más leña a la chimenea y hemos acercado un par de butacas para sentarnos al calor. La luz anaranjada del fuego nos crea una sensación agradable y de serenidad. Me fijo en que la casa entera está decorada con adornos navideños cubiertos de polvo. Es tétrico a la vez que acogedor, dice Cris. Luego su mirada se pierde en un punto abstracto de la pared. Los ojos abiertos como perdidos en el infinito, alejándose cada vez más y más de la realidad otra vez. Una lágrima cae por su mejilla. Ahora podríamos estar aquí los tres, dice, y seríamos felices. Poco a poco volveremos a serlo, digo yo, rozándola con miedo la rodilla con la punta de mis dedos. No te engañes, me dice, nunca volverá a ser como antes. Sigo acariciando su pierna para sentirla a mi lado, para unirme a ella, para que nuestras células se entrecrucen. Pero ella está fría, bebe de su copa y aparta la mirada de la pared y se centra en el fuego. La casa es preciosa, digo para sacarla de su embeleso. Ella asiente, iluminada por la luz tenebrosa de la chimenea.

                Bajo a la vetusta bodega a por otra botella de vino iluminado con la nimia luz del mechero. Agarro una polvorienta botella y subo de nuevo al salón. Sigur Ros cantando Starálfur inundan lánguidamente el salón y Cris baila sinuosamente sobre la alfombra, a cámara lenta y con el pelo sobre la cara mientras sujeta su copa vacía en una mano y tararea "el egoísmo y la maldad acabarán con este mundo...". Efectivamente está llorando y lleno de vino su copa y me siento frente a ella en un sillón y bebo directamente de la botella. Cris mira al techo, aunque tiene los ojos cerrados y las lágrimas resbalan por su mejilla. Tras ella, la ventana oscura que da al exterior con los cristales bordeados de humedad que es casi hielo. Unas bolas de navidad de un rojo pálido colgando del marco acumulando polvo y la madera crujiendo como un león viejo y derrotado. El salón solamente iluminado por el fuego parece moverse al ritmo de las llamas. Las sombras danzando de un lado para el otro y Cris cayendo cada vez más y más en su tristeza. La foto de nuestro hijo arrugada con pena en su mano. El sillón donde estoy está cubierto por guirnaldas de Navidad. Cris se me acerca para coger la botella de vino y rellena su copa. Luego cae derrotada sobre la alfombra. La foto de Tim vuela hasta  las tablas del suelo. Me levanto con dificultad pasando por encima de Cris que está inconsciente, durmiendo. Agarro la foto y me acerco a la chimenea sin un paso demasiado firme. Miro por última vez la cara de mi hijo que sonríe ingenuamente a la cámara. Luego muerdo mi labio inferior con tanta fuerza que la boca me sabe a sangre. Sangre mezclada con vino y lágrimas. Y arrojo la foto al fuego que acaba con ella enseguida. Un humo blanco, un débil humo blanco se retuerce en el aire y desaparece. El recuerdo efímero de mi hijo. Me dejo caer de rodillas sobre el suelo y después arrojo mi jersey del muñeco de nieve también a la chimenea. Esto revive el fuego y el salón vuelve a iluminarse de un rojo intenso. La música ha acabado y una corriente gélida proveniente de la parte alta de la chimenea agita los adornos de Navidad y el polvo cae, como nieve triste pululando en el espacio exterior. Cae el polvo sobre mí, sobre Cris, sobre la alfombra, la mesa, las sobras de la cena. Todo se llena de polvo, todo envejeciendo. Todo callado. Todo dormido. Todo oscuro y el polvo precipitándose suavemente sobre nosotros dos. Sobre el recuerdo. Sobre nuestras lágrimas. El fuego vigoroso y el sonido de montones de nieve cayendo del tejado. Feliz navidad, digo, cubierto de polvo. Feliz navidad, Cris, digo, cerrando los ojos. Feliz navidad, pequeño, digo. Feliz navidad a todos. 

sábado, 6 de diciembre de 2014

El sonido de las flechas

Las hogueras iluminaban la playa. La música se mezclaba con el sonido redundante del mar. Era la última noche y yo tenía la impresión de que éramos unos críos que una vez soñaron que eran felices. Me levanté, sacudí la arena de mi pantalón, me descalcé y me adentré hasta las rodillas en una mole de agua oscura y fresca. Fue donde me di cuenta de que todo acababa, y que con un poco de suerte esa noche duraría para siempre. Esa playa, esa noche, ese mar, eran la frontera entre la perfección y la trivialidad.  Al día siguiente volveríamos a la realidad. Se zanjaba el verano y con él uno de nuestros futuros recuerdos más maravillosos. Allí en el agua empecé a echar de menos ese lugar incluso antes de haberme ido. Fue entonces cuando llegó Adri (un nombre precioso para una chica). Me preguntó si iba algo borracho y yo asentí. Me ofreció de su vino y le di un gran trago.  No sabía muy bien qué hacía allí conmigo. Se había alejado del grupo y se había metido en el agua para acompañarme. Me agarró por el brazo y me dijo que iba a añorar todo aquello. Volví a asentir, di otro trago al vino y se lo devolví. Vi que su mano temblaba de frío. Me di media vuelta y salí a la orilla. Adri me siguió.  Según me acercaba al margen del mar, percibía cómo me alejaba de todo. La arena estaba suave y fresca.  ¡Dios, cómo iba a echar de menos todo aquello! Comenzaron a estallar fuegos artificiales. Palmeras gigantes de colores y serpenteantes estelas de fuego.
            Repantingados en la arena, me lié un canuto. Ella invadió mi espacio y allí sentados comenzamos a observar el iracundo cielo negro. Confundiendo las estrellas con los fuegos artificiales. Hablando de la inexorable noche cabalgando sobre nosotros, de la eternidad, del inefable sentimiento del amor. Había echado demasiada marihuana en el porro.
            Ella dijo que sentía el frío de la despedida, del final, de la razón de estar allí en ese momento. Y porque la noche era fría, como un corazón estival que deja de latir para dar paso al invierno. Estiré mis brazos para poder sentir fluir la sangre. Ella se dejó caer, apoyó su cabeza en mis piernas. Acaricié su oscuro pelo. Besé su sien. Repítelo, por favor. Y eso hice. Ella agarró mi mano y la utilizó a modo de almohada. Sentí entonces lo que deben sentir las personas que creen en dios. La sensación de ser repatriado a la naturaleza humana. La noche, el mar: hieráticos símbolos del placer.
            Me deshice del jersey que llevaba puesto y lo eché por encima de los hombros de Adri. Ronroneó como un gato. Ya no sé quién me puso más vino en mi mano y más marihuana en mi boca. El caso es que todo empezó a dar vueltas.
            Adriana estaba de pie bailando y yo tuve que hacer varios intentos para llegar hasta donde estaba ella, de una manera tragicómica sostuve mi copa de vino sin derramar ni una gota. Nació un ligero viento de la nada que dibujó espirales de arena en la atmósfera que se sostenía entre nosotros. La piel fresca de la gente me rozaba y me hacía sentir que estaba allí mismo. En ese preciso lugar y ese preciso instante. Erasure cantando A Little Respect. Me acerqué a Adri y bailé junto a ella. Ella sudaba y sonreía. Olía a rosas frescas. Alzamos los brazos y el fresco y juguetón vientecillo nos hizo sentir libres.
            Intenté besarla. Ella apartó su cara y acarició mi mejilla negando. Luego volví a intentarlo y ella retrocedió. Se escabulló entre la gente y yo la seguí con la mirada. Luego me acerqué y la agarré de la mano. Lo siento dije, y ella me besó en la mejilla. De la mano la llevé lejos del sonido y la gente. En la oscuridad podía oír su excitada respiración y me dijo que tenía sed. Volví a intentar besarla y ella se dejó caer en el suelo, rendida y yo puse el peso de mi cuerpo sobre el suyo y ella intentó apartarme con sus débiles brazos. Besé su cuello, su mentón, su boca. Ella permanecía callada. Cerrando los ojos, haciendo fuerzas para alejarme de allí; para que yo no existiera. Entonces introduje mi mano entre sus piernas y noté el calor. Ella las cerró, pero ya era tarde. Podía palpar cada rincón. Cada suave ladera. Ella emitió un gemido, no era de placer, era el esfuerzo por huir. Por desaparecer de allí. Babeé su cara, restregué mi cuerpo con el suyo. La humedad. El infierno. Mis ojos buscando los suyos y ella empezando a llorar. Su rodilla en mi estómago. Mi respiración se cortó. La debilidad me agarró por el cuello y me hizo caer de espaldas sobre la arena. Ella salió corriendo.
            El sol me despertó. Mastiqué arena. La noche había dado paso al día y la magia dijo que todo había acabado. El silencio de las olas llegando a su destino. Las gaviotas. El maldito mar. Yo, con un extraño sabor de boca. Con resaca. Con un jersey menos y con un recuerdo demasiado agradable de todo aquello.

           


sábado, 29 de noviembre de 2014

El miedo que tengo

Grito al conductor del Volvo que se ha saltado el cruce y por poco colisiona conmigo. Grito tan fuerte y hasta llego a perder los papeles y es solo por el miedo y la angustia de llegar a casa y contar a Jaime que nos han recortado la beca en el laboratorio y quizás después de Navidades me quede sin empleo.
                Dejo los zapatos y el paraguas en la entrada de mi casa para no mojar el suelo y cuando voy a colgar mi abrigo en el perchero veo que la gabardina de Jaime está colgada también y chorrea formando un charco sobre el parqué. ¡Ya estoy en casa! Digo desde el pasillo.
                Es la incertidumbre de la reacción de Jaime la que me hace sentir insegura y he practicado en el coche la forma de decírselo para parecer convincente y así que la firmeza de mis palabras compense el genio hirsuto de mi marido.
                Mini, nuestra gata, aparece alegremente de la nada y se restriega entre mis piernas. Acaricio su cabeza y luego la cojo en mi regazo, a modo de escudo, cuando entro al salón. Jaime está sentado en el sofá con una copa de coñac en la mesa casi acabada, leyendo el Vademecum y con las gafas en la punta de la nariz.
                Hola, cariño, digo. Mini intenta zafarse de mis brazos y yo prefiero que siga protegiéndome pero ella pega un salto y cae sigilosamente sobre la alfombra. ¿Qué tal el día? Le digo y me acerco y le doy un beso en la cabeza porque él no ha levantado la mirada del libro.
Asiente y me pregunta: ¿Tú qué tal?
Bueno, respondo, acercándome al ventanal y viendo cómo caen las hojas amarillas de los árboles formando un manto triste y melancólico en el jardín. El cielo blanco como un folio y los pájaros hinchando sus plumas sobre las ramas para resguardarse del frío. He tenido días mejores, termino diciendo.
Él bebe de su copa y suspira y deja su libro sobre la mesita y luego estira sus brazos y sus piernas y dice que podría preparar algo de almuerzo. Con un vinito no estaría mal, termina diciendo ahora él.  
Claro, cariño, digo frotándome las manos y llamando a la gata para que me siga hasta la cocina. Prefiero tener el escudo cerca.
En la cocina sirvo dos copas de vino. Me bebo una de un trago y vuelvo a llenarla y agradezco el cálido placer al caer por mi garganta. Luego la mejillas son las que se calientan y decido tomarme otra copa y volver a llenarla. Pelo diez nueces y corto un par de trocitos de la tarta de manzana que hizo la madre de Jaime el fin de semana.
¿Así está bien? Pregunto con una sonrisa forzada mientras deposito la bandeja con el vino y la comida en la mesita. Aparto a Mini que intenta beberse el vino. Agarro mi copa con las dos manos, como si las tuviera heladas y sujetase un cuenco de sopa caliente. Después me siento en la punta del sofá, con las rodillas juntas y miro a Jaime buscando una reacción, una señal que me indique que está relajado y sea el momento oportuno de iniciar mi discurso, como si me acabaran de dar un premio y tuviera que agradecerlo delante de una cámara para millones de personas. Solo que en este caso, no es un premio.
Jaime sigue leyendo su libro de medicina y agarra unas nueces sin levantar la mirada del libro y las engulle glotonamente. Luego da un pequeño sorbo al vino. Por encima de sus gafas veo que sus ojos me miran.
¿Te pasa algo? Me pregunta.
Pues la verdad es que sí, carraspeo. Tengo una mala noticia.
Por mi cabeza pasan imágenes en ese preciso momento: nuestro pequeño Tim, todavía esperando en la guardería a que lo vayamos a recoger. La imagen de una montaña nevada, blanca, un pico rocoso alzándose en el ampuloso cielo invernal y un pajarillo azul revoloteando ingenuo de la grandeza mastodóntica de la montaña. Una playa en agosto. Una mano andrógina que se acerca para acariciar mi pelo. Mi padre. Mi hermano. La sonrisa de mi sobrina Clara cuando me ve llegar. La vez que hice limonada para la barbacoa de los domingos y todo el mundo diciéndome lo rica y fresca que estaba. Las mañanas de domingo al despertar después de pasar la noche haciendo el amor con Jaime. Los días de lunes despertando de la misma manera. Las vacaciones en Paraguay. Los libros de Alessandro Baricco. El sabor del vino. La noche de juerga con las chicas que acabó en comisaría. Las veladas cenando en restaurantes por nuestro aniversario. El accidente de coche. La muerte de mi hermana mayor. Aquella vez que nos atracaron volviendo en metro del cine. Cuando Jaime no me escucha. Cuando me hace sentir estúpida. Cuando me miente solo para llevar razón. Cuando se inventa cosas delante de nuestros amigos para dejarme mal. Cuando miente a nuestros amigos. Cuando me grita. Cuando se ríe de mí. Cuando me regaña por perderle su camisa de las reuniones. Cuando me echa de su despacho. Cuando mira a otras chicas más jóvenes.
                Estoy en el cuarto de baño, llorando. Y Mini ronronea a mi lado, lamiendo una pequeña, muy pequeña, casi insignificante herida que tengo en la rodilla.


               

                 

                

sábado, 22 de noviembre de 2014

Gargantua

Ahora es el turno de los isquiotibiales. Dependiendo del momento siento que se me congela un músculo u otro; una parte del cuerpo u otra. Ahora es la parte posterior de mi pierna la que siento helada. Me levanto porque las voces empiezan a estar embotelladas e intento mantener el equilibrio y una forma de caminar decente pero tengo la sensación de que todo da vueltas y no puedo centrar la mirada y hay una lámpara que desprende una luz naranja que me ciega y tengo que entrecerrar los ojos o se me quemarán las retinas. Suena una canción bastante conocida, pero no puedo reconocerla.
                No sé si estoy echando la meada más larga del mundo o es que llevo con la picha fuera una hora sin echar gota. Me subo la bragueta y me lavo las manos y el agua parece que ni si quiera toca mi piel. ¿Está caliente o fría? Quién sabe. Me miro en el espejo y veo que mis facciones son completamente simétricas. Incluso si intento cerrar un ojo, el otro se cierra también. Estaba preocupado por algo, pero ahora me sonrío a mí mismo en el espejo y me siento bien.
                Dejo el cuarto de baño y una chica que pasa por mi lado y me roza huele igual que alguien que conozco y al volverme para mirarla no hay nadie. Y tengo que tener cuidado de no pisar a un chico que hay tumbado en el suelo haciéndose el muerto. Y cuando pasan unos minutos dudo si lo he visto de verdad ahí tumbado o me lo he imaginado.
                Cuando llego a la mesa donde estamos sentados la luz me parece más baja que cuando lo dejé. Al sentarme el camarero llega y nos toma nota. Yo pido un margarita y alguien me hace una pregunta que me ofende, pero no me molesto porque las voces llegan a mí como si uno de los tres billones y medio de rayos de sol que llegan cada segundo a la tierra chocase contra un cedro o un nogal: llegando, golpeando, y desapareciendo.
                Ahora es el turno del deltoides.
                Digo algo gracioso, y cuando me quiero dar cuenta no lo he dicho en realidad pero me estoy riendo e intento mantener la compostura y hay una persona hablándome de algo muy serio pero no logro concentrarme. Asiento y cruzo las piernas para dar la sensación de serenidad pero un sudor frío cae por mi espalda. Bebo del margarita y me refresca bastante y luego vuelvo a beber y me amarga en la boca.
                Ahora es el turno del tibial anterior. Está totalmente congelado.
                En el espacio suena I Follow Rivers de Lykke Li. Y me gusta mucho está canción y me apetece escucharla con los ojos cerrados pero quiero escuchar a quien me está hablando también porque necesito poner los pies en la tierra o perderé la cabeza. Una voz me grita. Y yo me río.
                Digo algo, y creo que ha sido una tontería. Y no sé si estaré paranoico pero creo que me han vuelto a decir algo que me ha ofendido. Empiezo a enfadarme pero cuando intento colocar las ideas en mi cabeza reaparecen como un puzle sin ninguna foto en sus piezas, totalmente desordenado y en el que todas las piezas son iguales. Me parece ver a Jennifer Lawrence junto a la barra pero luego desaparece y luego me saludan desde la distancia y creo que llevo con la mirada fija en un punto desconocido del bar más de media hora. Tengo la sensación de que las nubes se han retirado por un momento y ahora hay luz. Luego se vuelve a oscurecer.
                Digo algo gracioso, y cuando me quiero dar cuenta no lo he dicho en realidad pero me estoy riendo e intento mantener la compostura y hay una persona hablándome de algo muy serio pero no logro concentrarme. Asiento y cruzo las piernas para dar sensación de serenidad pero un sudor frío cae por mi espalda. Bebo del margarita y me refresca bastante y luego vuelvo a beber y me amarga en la boca.
                Déjà vu.
                Me da envidia la niña que sale bailando en un videoclip que proyectan en la pared. Una niña con un traje de maya color carne ceñido a su esquelético cuerpo y una peluca rubia que casi le roza los hombros. Y siento envidia de ella y de su talento y envidio el talento del coreógrafo que ha marcado sus movimientos en el vídeo. Y me deprimo al pensar que jamás seré una niña famélica bailando en un videoclip con tanta creatividad.
                Se me congela el occipito frontal.
                Una voz dulce me dice algo dulce y me hace sonreír y me huele a rosas recién regadas y en el espacio suena Videogames de Lana del Rey y pienso en mi novia y en mis padres y mi hermana y en mis amigos y la música suena por encima de todo y de todos y alguien me susurra la palabra Gargantua y todo se llena de luz y el aroma a rosas frescas es más intenso ahora y noto que hay mucha gente buena a mi alrededor y la mayoría no tiene por qué estar viva aunque una mano real me roza la pierna. Una pierna congelada, igual que la otra pierna y los brazos y el pecho y la espalda. Y ahora se congela el cuello y la cara  y los ojos se quedan abiertos y congelados y la boca y
                Ahora es el turno de los isquiotibiales. Dependiendo del momento siento que se me congela un músculo u otro; una parte del cuerpo u otra. Ahora es la parte posterior de mi pierna la que siento helada. Me levanto porque las voces empiezan a estar embotelladas e intento mantener el equilibro y una forma de caminar decente pero tengo la sensación de que todo da vueltas. 

martes, 11 de noviembre de 2014

El horizonte de sucesos

Lo haces porque sabes que a ella le molesta. Crujes los nudillos acodado sobre la mesa mientras esperas a que el camarero os retire los platos y os traiga el postre.
                Jimena es capaz de hablar sin pronunciar palabra y tú conoces a la perfección ese lenguaje escondido detrás de sus gestos y ademanes. Ella ha guardado un mohín serio y distante, ni si quiera te mira a los ojos cuando te diriges a ella y cuando ella lo hace hacia ti lo hace pronunciando rápidos monosílabos para ahorrarse malgastar saliva contigo.  Y lo sabes: está enfadada. Y por algo que desconoces, aunque podrías imaginarte más de una o dos razones. Has intentado bromear, inútilmente. Incluso te has anticipado a los hechos y la has invitado a cenar al Mario’s, que sabes que es uno de sus restaurantes preferidos, pero ella no ha dado señales de agradecimiento ni de alegría, ni si quiera se ha maquillado para la ocasión, expresando un cierto desaire hacia la velada. Ya no sabes qué hacer y sólo se te ocurre algo estúpido.
                -¿Te ocurre algo? –preguntas. Casi no has podido pronunciar las palabras con contundencia debido a la falta de confianza que se despierta en ti cuando Jimena toma el papel de novia mosqueada. Ella, sin mirarte, resopla y, aunque niega con la cabeza, sabes que miente, y que no va a ser tan fácil enterarte de lo que ocurre.
                El camarero, muy educadamente, os pregunta si habéis terminado y asentís y recoge los platos vacíos y los cubiertos y luego os trae la carta de postres junto con un pequeño cenicero porque ha observado que sacabas un cigarrillo y lo colocabas en tu boca, sin encenderlo. No has fumado antes porque, aunque has buscado algún cartel que prohibiera o permitiese fumar, no estabas seguro de poder hacerlo. Pero cuando el camarero ha llegado con el cenicero has tardado escasos segundos en acercar la pequeña vela violeta que ha permanecido encendida durante toda la cena en el centro de la mesa y has encendido tu cigarro. Has introducido el humo en tus pulmones con una generosa calada y luego lo has soltado lentamente, relajado, disfrutando del momento, que ha sido uno de los mejores de la noche.
                Seguís en silencio y miras la carta de los postres sin prestar demasiada atención al contenido porque piensas que eso excusa que estéis callados. Pero no te apetece comer más y, cuando el camarero se acerca a tomaros nota, te pides un JB con hielo. Jimena te atraviesa con la mirada y luego pide una tarta helada de queso y frambuesas.
                Notas que tu teléfono móvil vibra en el bolsillo del pantalón de tu traje y lo sacas y echas un vistazo rápido. Es Ángel, y no crees que sea acertado contestar a la llamada, así que cuelgas y depositas el teléfono en un lado de la mesa. Como intentando alejarlo de ti. Jimena, que ha visto lo que acabas de hacer, te dice:
                -Podría ser algo importante, ¿no?
                Has observado que Jimena ha bajado la guardia y lo aprovechas.
                -No hay nada más importante que cenar contigo –dices y te sientes un tanto calzonazos. Sabes que lo podrías haber hecho mejor pero te ha podido la presión.
Te has fijado en Jimena para analizar su expresión. Pero simplemente ha apartado la mirada y ha cogido un cigarro de tu paquete. Luego le has acercado la vela y lo ha encendido. Te ha dicho gracias, pero no has notado nada. Piensas que la oportunidad aún no se ha pasado y lo vuelves a intentar.
                -Te noto rara –dices-, puedes contarme lo que te pasa.
                Ella te mira y luego juguetea con la servilleta. Resopla. Tú traqueteas con los dedos sobre la mesa. Puede que haya sido improductivo tu intento por sonsacar a Jimena qué diablos le pasa y te echas para atrás en la silla al percibir que el camarero se acerca a vuestra mesa y deposita frente a Jimena su tarta helada y luego te sirve el whisky.
                El teléfono móvil vuelve a bailar sobre la mesa. Lo miras y es Ángel otra vez. De nuevo lo cuelgas, pero tras unos segundos vuelve a vibrar. Apagas el cigarro y colocas el cenicero sobre el teléfono móvil para ocultarlo. Pero el teléfono comienza a vibrar por enésima vez y dibuja círculos sobre la mesa con el cenicero encima. La escena saca una pequeña sonrisa a Jimena que cuando nota que la miras vuelve a ponerse seria y expulsa el humo entre sus labios sensualmente. No coquetea contigo, simplemente es su forma de hacer las cosas, siempre tan sexy y dulce.
                -Cógelo, anda –te dice.
                Carraspeas y agarras el móvil. Pides perdón y sales hacia uno de los pasillos del restaurante. Contestas a Ángel.
                -Ángel, no puedo atenderte, estoy cenando con Jimena y… sí, no se me ha olvidado… no, es simplemente que a Jimena le pasa algo y nos has pillado justo cuando lo estábamos arreglando –te aclaras la garganta y te pones algo nervioso-. Sí, mañana cogeré el taxi a las siete y llegaré a tiempo al aeropuerto, no te preocupes… sí, todo está bien, minucias, ya sabes… no, no te preocupes, mañana allí estaré… descuida… lo tengo apuntado en la Blackberry… no te preocupes… sí, sí… claro… descuida. Adiós. Adiós.
                Y cuelgas y te acercas a la mesa con paso rápido porque por un momento se te ha pasado por la cabeza que Jimena tal vez podría haberse marchado. Pero cuando estás cerca de la mesa ves que Jimena sigue ahí y que aún no ha tocado su tarta. Piensas que es un bonito detalle que te haya esperado y te sientas intentado no arrastrar la silla y sonríes.
                -Perdona. Ya no nos molestarán más.
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Pagas la cuenta y te dispones a terminar tu copa, pero luego crees que no es muy acertado y tan sólo te mojas los labios.
                En la calle refresca y decides poner tu chaqueta sobre los hombros de Jimena para abrigarla. Ella acepta tu detalle pero no expresa ningún signo de gratitud. Te sientes derrotado pero, qué demonios.
                -¿Te apetece, no sé, ir al cine, por ejemplo?
                -No. Estoy muy cansada. Quiero irme a casa.
                Te das por vencido y levantas una mano para llamar a un taxi.

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Tu casa huele muy bien. La decoración es fruto del trabajo de Jimena. Hizo un buen trabajo, piensas. Sueltas las llaves en el aparador y despojas de tu chaqueta  a Jimena que se va directamente al cuarto de baño. Te sientas en el sofá y aflojas el nudo de tu corbata. Enciendes la tele y dejas una reposición de un capítulo de Los problemas crecen. No tienes nada de sueño aunque hoy ha sido un día duro en la oficina. Descansas los pies sobre la mesita y enciendes un cigarrillo.

                Sobre la mesita hay una revista del corazón con un reportaje de las mascotas de los famosos. LOS MEJORES AMIGOS DE LOS FAMOSOS, se titula el reportaje. Quizás deberías comprarte un perro. O un gato, tal vez. No habías caído en la cuenta pero te sientes muy solo. Es uno de esos días en los que nadie te ha dicho nada realmente importante, ni se han preocupado por preguntarte qué tal estás. Tú se lo has preguntado a dos o tres compañeros de la oficina, pero ellos no se han molestado en preguntarte a ti. El tipo del taxi te ha cobrado dos pavos de más y tú no se lo has recriminado. Te has callado. No has tenido una conversación seria en todo el día. ¿Cuánto tiempo hace que no te ríes a carcajadas? ¿Cuánto tiempo llevas sin hablar con nadie a no ser que sean cosas del trabajo? Quizás seas adicto al trabajo. Pero en realidad sabes que no, que odias tu oficina y a tus compañeros. Y también sabes que has hecho muchos esfuerzos por que eso no fuese así. Pero es que estás rodeado de gilipollas. O tal vez seas tú el mayor gilipollas de todos. Mírate. En realidad no tienes nada. Te gustaría que Jimena se acercase al sillón con una botella de vino y dos copas vacías y se sentara a tu lado y os pasaseis la noche entera hablando. Riendo. Contándoos vuestras cosas. Hubo un tiempo que fue así. Y se supone que no eran los mejores tiempos. Pero a ti te gustaban. Eras feliz, o todo lo feliz que puede llegar a ser una persona como tú. También cabe la posibilidad de que no seas capaz de valorar lo que tienes. Quizás sea eso.