sábado, 3 de marzo de 2012

ODIO EL VERANO (Final)

Un taxi me lleva a la estación de autobuses. Así como llegué me vuelvo a marchar. Vuelvo a arrastrar mi maleta hasta el maletero del autobús. Las moscas siguen alrededor del cadáver. ¿Conoces esa sensación en la que cuando sales de viaje parece como si se te olvidara algo en casa? pues algo parecido me pasa a mí. Algo se queda en esta ciudad y no debería ser así. Debería venirse conmigo, de vuelta a la universidad. Si llegó conmigo, debería volver conmigo.
Subo al autobús con la esperanza de que nadie ocupe el asiento colindante al mío y pueda tener un viaje reposado.
Inclino mi asiento y tengo que apagar por primera vez el aire acondicionado porque siento frío. Mi piel se pone de gallina. Mis pelos se erizan. El autobús arranca y se pone en marcha rumbo a… no sé. Rumbo a algún lado.
Mi móvil vibra en mi bolsillo.
Descuelgo. Es Rebeca.
-Adri –me dice. Voz apagada y neutra. Triste. Pienso que es por mi marcha. Tal vez sepa que me va a echar de menos. Posiblemente se haya dado cuenta de que me necesita a su lado. Suelta-: Mi padre ha muerto.
No puedo hacer nada. Nada desde aquí. Tampoco tengo fuerzas. Mis manos tiemblan. Tengo frío, pero el aire acondicionado ya está apagado. Cuelgo sin decir nada y lanzo el móvil por la ventana del autobús. El teléfono cae y se pierde en el desierto. Una hoja marrón dibuja una espiral en el aire y me recuerda que el verano se va. Que el otoño llega. La hoja sigue dibujando espirales allá a lo lejos y se pierde tras una nube de polvo. Los rayos de sol hacen que otras hojas marrones reverberen en el infinito. Todo es fuego.
Hay algo que he olvidado. Y sé qué es. Dos palabras, eso es. Pero no las he olvidado dentro de ningún cajón. No, no es así.
Las he olvidado decir.
Aunque las he pronunciado en numerosas ocasiones este verano, en realidad, no han salido de mi boca. Tal vez de la del monstruo, pero no de la mía. Tal vez todo habría terminado mejor si hubiese reparado de verdad en esas dos palabras cuando las he pronunciado en alguna ocasión. Seguramente no hubiese acabado así, tan solo y agotado. Tan perdido. Tan autocompasivo. Tal vez, la falta de sinceridad en la pronunciación de esas dos palabras me haya convertido en este monstruo. He utilizado estas dos palabras como una coletilla. Como algo que no tiene presencia ni forma. Algo anodino. Esas dos palabras… esas dos palabras han acabado con todo. Esas dos palabras han acabado conmigo. Quizás… quizás… Quién sabe… Las cosas son como son.
“Esto se veía venir” resuena en mi cabeza.
Esas malditas dos palabras… de haberlo sabido…

El autobús se pierde en el horizonte. Tras el sol. Más allá del cielo.
El autobús atraviesa el verano y lo rompe, como si atravesara un ventanal. El ventanal de mi casa, por ejemplo. O el de casa de Víctor. O el de casa de Rebeca. O el de casa de Leire.
Lo atraviesa y lo hace pedazos. Los cristales se esparcen por todos lados y el sol los hace brillar. Una lluvia de reflejos cae sobre el autobús en el que viajo. El otoño. Un ligero viento que trae consigo miles y miles de hojas secas. Hojas que han muerto y dejan paso a otras hojas que necesitan formar parte del ciclo de la vida. Hojas que se han hecho mayores y ahora deben dar paso a otras hojas jóvenes. La cuales nacerán de unas ramas fuertes en primavera. Y algunas incluso tendrán flores. Flores que morirán en verano. Y luego, en otoño, esas hojas se transformarán, se convertirán en algo monstruoso y que les llevará a algún sitio adonde nunca habían creído que iban a ir a parar. Se desprenderán de sus ramas, esas ramas que las han visto nacer, y caerán, marrones, al suelo. Y allí se convertirán en polvo. Y formarán parte del viento que las arrastre. Y nadie volverá a acordarse de ellas.
Y seguramente, cuando alguien barra un puñado de hojas marrones acumulado en algún rincón de su jardín, probablemente, esté pensando en decir esas dichosas dos palabras a alguien especial. Y ojalá lo haga.




Lo siento…

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